Mi
patria son los libros, dijo alguien, y no tendría uno ningún inconveniente en
suscribir tan bonita frase, lo mismo que aquella otra, atribuida al poeta
Rilke, y que luego tanto se ha repetido, de que la única patria del hombre es
la infancia.
La
infancia y los libros, qué mejores patrias a las que servir y qué más apacibles
banderas a las que ofrecer juramento de fidelidad.
Los
libros como devocionario y entretenimiento, como forma de entender el mundo y
deambular por el mapa de las vidas, como cobijo recogido frente a las
asechanzas de ahí afuera y como reino secreto de los sueños, un reino del que
cualquiera puede llegar a ser noble y pacífico soberano.
A
un servidor le dio hace años, con el no sé si ingenuo propósito de despertar la
afición lectora entre los alumnos, por coleccionar eslóganes que les dieran
prestigio, a los libros, y, naturalmente, también a la lectura.
Reproduzco
algunos de los que, sacados de aquí y de allá –y
repare la benevolencia del lector en el público adolescente al que iban
destinados–, apunté y conservo: Si
no lo leo, no lo creo; Leyendo se entiende la gente; Libres libros; Buenos
libros, buenos ratos; Leer: reír, llorar, aprender... ¿alguien da más por
menos?; Porque todo lo que buscas está en los libros; Leer es soñar: que no
sueñen por ti; Leyendo voy, sabiendo vengo; Y tú, ¿por qué no lees?; Los libros
lo tienen todo... ¡Solo faltas tú!; Ojos que no leen, corazón que no siente.
Pero
qué mejor reclamo que estos versos del poeta Ángel González: "Al lector se
le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, / y una voz cariñosa le susurró al
oído: / –¿Por qué lloras, si todo / en ese
libro es mentira? / Y él respondió: / –Lo sé, / pero lo que yo siento es
verdad".
(La Razón, 22 de abril de 2019)
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