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miércoles, 30 de diciembre de 2015

Noticia del año

Es costumbre por estas fechas hacer un recuento de las noticias más destacadas del año, y para un servidor, si tuviera que elegir una, sería con toda probabilidad esta que apareció en el diario El País el pasado 29 del mes de septiembre:

Cuatro millones de españoles se sienten solos
EP Madrid EL PAÍS 29/9/2015
Más de la mitad de la población ha experimentado sensación de soledad durante el último año y cerca de uno de cada diez, con mucha frecuencia, lo que significa que cuatro millones de españoles se sienten solos. Sin embargo, son el 7,9% del total los que están "realmente aislados", personas mayores de 18 años y que viven sin compañía porque no tienen más remedio.
Así se desprende del estudio La soledad en España, elaborado por un equipo de investigadores de ASEP (Análisis Sociológicos, Económicos y Políticos) bajo la dirección del profesor Juan Díez Nicolás y la coordinación de María Morenos, promovido por Fundación AXA y Fundación ONCE y presentado este lunes por la secretaria de Estado de Servicios Sociales e Igualdad, Susana Camarero.
El trabajo, basado en entrevistas a expertos, 1.206 encuestas a una muestra representativa de la población nacional y otras 320 a personas con discapacidad, concluye que no es lo mismo sentirse solo que no estar acompañado, ya que personas que viven en familia tienen incluso tasas de sentimiento de soledad más elevadas que aquellos que viven sin compañía por opción personal.
En términos generales, apunta que el 80% de las personas que viven solas porque no tienen más remedio, el 60% de quienes viven sin compañía por decisión personal y la mitad de los que sí están acompañados en casa sienten soledad con frecuencia.[...]
Los expertos llegan a la conclusión de que "a igualdad en otras variables, las mujeres son más proclives a la soledad que los hombres", así como los casados o con pareja que viven solos por obligación, los parados o poco ocupados laboralmente. Por eso, afirman que las mujeres solteras y desempleadas son las que más sufren la soledad.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Santos Inocentes

Los Santos Inocentes me trajeron esta mañana una caja de herramientas, y dentro había un guardamemoria,un recogetiempo y un quitatristezas.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Internados

Allá por los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los niños de los pueblos teníamos que escoger, en llegando a los diez u once años, entre ir a estudiar o quedarnos en casa (en realidad eran los padres o la familia los que elegían, pero a los efectos es igual). Lo primero significaba marchar a la capital de la provincia, o más lejos aún, e ingresar como alumnos internos en un seminario o en un colegio de frailes; lo segundo, aguantar en la escuela hasta los catorce años y continuar luego el oficio del padre, arando las tierras y cuidando de los animales.
Para mejorar y llegar a ser alguien no hay más salida que los estudios, nos decían en casa, y comparaban a renglón seguido la vida de un señor maestro y la de un pastor, o la de un señor cura y la de un minero.
Aunque bastaba, añadían, y era este un argumento del todo convincente, con que nos fijáramos en las manos, blancas y finas las que andaban entre libros, rugosas, ásperas y oscuras las que tiraban del arado o cavaban con el azadón.
De gran peso eran también y muy persuasivas las razones que esgrimían los frailes que pasaban por las escuelas de los pueblos reclutando 'buenas cabezas' o dóciles fámulos, según fuera la necesidad de la orden, con el embeleco añadido de aquellas filminas en que aparecía el colegio donde iríamos a estudiar, y era siempre un colegio muy grande de tres o cuatro pisos y muchísimas ventanas que tenía comedor, salas de estudio, salón de juegos, capilla, dormitorios con las camas todas juntas en doble fila, biblioteca, duchas –el fraile nos explicaba cómo funcionaban y para qué servían, un patio enorme y dos campos de fútbol, uno para los pequeños y otro reglamentario para los mayores; esto, lo de los campos de fútbol, especialmente el reglamentario, con postes de hierro, red en las porterías y raya blanca en las áreas, el medio campo y las bandas, solía ser el argumento definitivo.
Conque casi todos acabamos estudiando para curas en el seminario, o para frailes oblatos, dominicos, agustinos, marianistas, combonianos, palotinos, pasionistas, maristas, capuchinos, franciscanos, corazonistas, escolapios, claretianos, redentoristas, etc., en el colegio respectivo.
(El catálogo que se ofrecía a las chicas no era menor en número y variedad: teresianas, agustinas, carmelitas, siervas, dominicas, franciscanas, concepcionistas, esclavas, mercedarias, descalzas, recoletas, ursulinas, salesas, trinitarias, jerónimas, discípulas, anunciatas, de la Sagrada Familia, de la Pureza...).
La vida en aquellos internados era triste como un lunes perpetuo y tediosa hasta la grisura más descolorida, pero pocos días tan felices como aquel en que, después de tres meses interminables, volvimos por primera vez a casa, que fue, en el caso de un servidor, una noche de hace ahora cincuenta y un años – y a pie y con la maleta al hombro el último kilómetro porque el land-rover del panadero de Prioro se quedó atascado entre la nieve. 

lunes, 21 de diciembre de 2015

Tres lecciones de Sócrates

1
"Solo sé que no sé nada", es su frase más conocida, y toda una lección de humildad por parte del más sabio de los sabios: el primer paso en el camino del saber es el reconocimiento de la propia ignorancia.
(Me gustaba decírsela y comentársela a los alumnos, que luego recurrían a ella con frecuencia, incluso, alguna vez, pobres, en los exámenes.)

2
Un día se acercó Sócrates a la puerta del mercado de Atenas: "¡Cuántas cosas hay aquí que yo no necesito”, dijo, y se marchó.

3
Mientras le preparaban la cicuta -cuenta Cioran, citado por Italo Calvino-, Sócrates aprendía un solo para flauta. "¿De qué te va a servir?", le preguntaron. Y respondió: "Para saberla antes de morir".


viernes, 18 de diciembre de 2015

El sustanciero y otros oficios

Además de los afiladores gallegos mencionados el otro día, in illo tempore llegaban también a los pueblos hojalateros, cesteros y pellejeros, entre otros, pero no, al menos a aquel en que yo nací, escabruñadores, ni peones camineros, ni sustancieros.
El oficio de los escabruñadores consistía en sacar o renovar el corte o cabruño a la guadaña, picándolo en toda su longitud con un martillo sobre un pequeño yunque clavado en el suelo.
Los peones camineros eran los operarios encargados del mantenimiento de las carreteras cuando por estas, como ya su mismo nombre indica, circulaban carretas. Tenían sus casillas, generalmente de piedra, en distintos tramos al lado de la carretera, casillas hoy todas en ruinas o desaparecidas.
En los años de la posguerra, se dio el nombre de sustanciero a aquel que, provisto de un hueso de jamón o de vaca atado a un cordel, iba por las casas ofreciéndolo como remedio para darle sabor a las comidas; el precio por el servicio, a convenir, dependía naturalmente del tiempo que el hueso permaneciese en la olla o en el puchero.
El gran periodista Julio Camba publicó al respecto este artículo en La Vanguardia el 15 de julio de 1949:

                                   Gastronomía olfativa
El sustanciero era un hombre que, allá de higos a brevas, porque no todos los días son martes de carnaval, iba de casa en casa haciendo oscilar a modo de péndulo un hueso de jamón que llevaba pendiente de una soga y decía a grito pelado:
¡Sustancia! ¿Quién quiere sustancia para el puchero? Traigo un hueso riquísimo.
De vez en cuando una pobre mujer que tenía al fuego una olla con agua, sal, dos o tres patatas y un poco de verdura, lo llamaba.
Déme usted una perra gorda de sustancia le decía pero a ver si me la sirve usted a conciencia. El domingo pasado retiró usted demasiado pronto.
No tenga usted cuidado, señora le respondía el sustanciero. Ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy.
Y, cogiendo con su mano derecha el cordel a que estaba atado el hueso de jamón, introducía éste en la olla, mientras, con la mano izquierda, sacaba un reloj, para contar los segundos que pasaban. Supongo que si un día se hubiese equivocado introduciendo en la olla el reloj que tenía, al efecto, una cadena muy a propósito en vez de introducir el hueso, el resultado hubiese sido más o menos el mismo, pero no se equivocaba nunca y, cuando el reloj marcaba el término de la inmersión, el sustanciero reclamaba su perra gorda y se iba en busca de nuevos clientes.

Y a continuación, en el mismo artículo, menciona el caso de un norteamericano que, en los años de escasez de la segunda guerra mundial, recorría cada día los hoteles a la hora del postre con un trozo de queso roquefort auténtico y se lo daba a oler a los comensales, previo pago de cincuenta centavos.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

En el diccionario

La de cosas que, cualquiera que vaya al diccionario, puede hacer, todas significativas y, las más, provechosas también: arrimar el ascua a su sardina, hacer de su capa un sayo, echar su cuarto a espadas, mantenerse en sus trece, sacar a otro de sus casillas, andar como Pedro por su casa, llevar el agua a su molino, campar por sus respetos, encontrar la horma de su zapato, caerse (y si no, bajarse o apearse) del burro, enterarse de lo que vale un peine, ponerse las botas, irse por los cerros de Úbeda, llevarse el gato al agua (y la palma), tumbarse a la bartola, hacerse el sueco, meterse en un berenjenal o en camisa de once varas, liarse la manta a la cabeza, rasgarse las vestiduras, agarrarse a un clavo ardiendo, darse con un canto en los dientes, pillarse los dedos, bajarse los pantalones, quejarse de vicio, dormirse en los laureles, aplicarse el cuento...
También le puede ocurrir que no esté el horno para bollos, que por andar de capa caída no pueda capear el temporal, que llueva sobre mojado y esté él con el agua al cuello o entre la espada y la pared, que se quede a dos velas o con un palmo de narices, que se vea obligado a andar con pies de plomo o a hacer de tripas corazón, que tenga la cabeza a pájaros y más cuento que Calleja y no la sartén por el mango...  

lunes, 14 de diciembre de 2015

Efemérides y un recuerdo

Hoy hace 31 años, el 14 de diciembre de 1984, fallecía en Madrid el poeta Vicente Aleixandre, que había nacido en Sevilla en 1898.
Premio Nobel de Literatura en 1977, formó parte de la llamada Generación del 27 y es autor de un puñado de libros fundamentales de la poesía española del siglo XX: Espadas como labios (1932), La destrucción o el amor (1933), Sombra del paraíso (1944), Historia del corazón (1954), Poemas de la consumación (1968)...
Reproduzco, de su primer libro, Ámbito (1928), este breve poema, acaso uno de los más delicados y sugerentes de su producción (y uno de mis preferidos, no solo del autor sino de la lírica castellana contemporánea):

            Adolescencia

Vinieras y te fueras dulcemente,
de otro camino
a otro camino. Verte,
y ya otra vez no verte.
Pasar por un puente a otro puente.
–El pie breve,
la luz vencida alegre.

Muchacho que sería yo mirando
aguas abajo la corriente,
y en el espejo tu pasaje
fluir, desvanecerse.


De esos años de muchacho, este recuerdo escolar:
¿Da usted su permiso para ir al campo?
Así le pedíamos los niños al señor maestro que nos dejara salir para restituirle a la naturaleza (en la escuela no había lavabos ni retrete) lo que antes había sido suyo... Pocas fórmulas habrá habido nunca tan poéticas para solicitar algo tan prosaico.
Y a la hora de salir nos poníamos en fila y le dábamos la mano:
Que usted siga bien le despedíamos con voz apresurada, atropellando la mitad de las sílabas.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Saberes

Más de una vez lo he pensado, que si alguien me preguntara qué es lo que he aprendido en estos ya bastantes años de vida, apenas sabría qué responder: tal vez que a leer, y a mirar y observar, y, medianamente, solo medianamente, a escribir... Y pocas cosas más hay que sepa hacer o que valga la pena nombrar, como no sean las que aprendí de niño, 
la mayoría  referidas a la vida campesina y a las labores de la agricultura y del pastoreo.
Bien poco todo ello si se compara con la generación que me precedió, con los hombres del campo, labradores y pastores, que fueron los que yo traté, y de los que vengo, y a los que he profesado siempre admiración y respeto, pues todos, quien más quien menos, y con mayor o menor pericia, sabían tantas cosas: arar y sembrar las tierras, podar los árboles -e injertar, en el caso de los frutales-, recoger y trillar las mieses, uncir y guiar la yunta, apacentar rebaños, curar las heridas de un animal, desollar una res y destazarla, segar la hierba con guadaña y con hoz la paja, reparar herramientas, hacer la leña, retejar un tejado, distinguir por su nombre todos los árboles y plantas, reconocer el canto de todos los pájaros, orientarse y calcular la hora por el sol o las estrellas... También, en el caso de algunos, como mi padre por ejemplo, componer huesos dislocados, estirar y volver a su sitio tendones torcidos, cazar sin perros ni ojeadores, tocar el tambor, carpintear...
Y tan útiles todas, no como las que se aprenden en los libros. 

martes, 8 de diciembre de 2015

Memoriosos

No hace mucho, este mismo otoño, apareció en el periódico una de esas noticias curiosas que despiertan enseguida la atención: Una australiana, capaz de recitar el libro de Harry Potter de memoria.
Así rezaba el titular. Y a continuación, desarrollada, la noticia, que reproduzco:

Barcelona. (Redacción).- La historia de Rebecca Sharrock es poco habitual. Diagnosticada de Memoria Autobiográfica Altamente Superior (HSAM), esta australiana es una de las 80 personas que hay en el mundo capaz de registrar muy precisos momentos del pasado y guardarlos en su memoria para siempre. El síndrome que padece le permite, entre otras muchas cosas, recitar palabra por palabra los libros de Harry Potter.
El primer recuerdo de Rebecca la traslada al coche familiar, cuando su madre la acomodaba en su sillita con tan solo doce días de vida. A partir de ahí, todo ha ido quedando guardado en su mente de manera que recuerda desde lo que comió o leyó un día concreto, hasta lo que le dijo a alguien en una fecha determinada. 
Esta particularidad que, a priori, parece inofensiva ha causado muchos problemas a la joven Rebecca, quien no fue diagnosticada de HSAM hasta hace cuatro años. Tal y como explica, su don le permite recordar todo lo que ha vivido, tanto bueno como malo, y hay recuerdos que al volver a su mente le causan un tremendo dolor.
Tampoco puede ver las noticias porque cada hecho se queda grabado en su memoria para siempre, algo que le puede llegar a producir malestar. De hecho, una de las formas en las que Rebecca se calmaba a sí misma era recitando las páginas de Harry Potter, su personaje de cuentos favorito. De niña leyó la saga del aprendiz de mago, con lo que por las noches, cuando no podía dormir, repasaba en voz alta una a una las páginas de su libro preferido [..]
 (La Vanguardia, 12/10/2015)

Su lectura me trajo inevitablemente a la memoria el celebérrimo relato de Borges Funes el memorioso, cuyo protagonista, un muchacho de nombre Ireneo Funes, "no solo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de la veces que la había percibido o imaginado". De resultas de lo cual "resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos", un empeño que él mismo consideraba imposible de llevar a cabo, pues "en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez".
Borges se vale del propio Funes para enumerar también en el relato algunos casos de memoria prodigiosa registrados en la Historia Natural de Plinio: "Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez".
Sebastián de Covarubias, en su Tesoro de la lengua castellana, cuya consulta siempre depara alguna amena sorpresa, anota, en la entrada correspondiente a memorioso, que los egipcios, para señalar una persona memoriosa, pintaban en su escritura jeroglífica una liebre o una zorra con grandes orejas, por ser estos dos animales de finísimo oído y "señalada" memoria. Y menciona a renglón seguido algunos personajes ilustres dotados asimismo del don de la memoria: "Hortensio, orador antiguo, la tenía tan grande que, llamado a una almoneda por un amigo suyo, Sisena, estuvo en ella todo el día y recitó al cabo de memoria todas las cosas, los precios, y los que las compraron, por su orden y nombres, y Séneca dice de sí en el prólogo del libro I de las Declaraciones, que solía decir dos mil nombres, así como los habían dicho, y llegándose a la escuela donde oían casi doscientos oyentes, tornaba a decir los versos de todos, comenzando desde el postrero hasta el primero".
Señala luego que "la memoria suele faltar por varios acontecimientos: uno se olvidó de las letras siendo herido con una piedra en la cabeza; otro que cayó de un sobrado o terrado, vino a desconocer a sus esclavos, a su madre y parientes, y Messala Corvino, orador, se olvidó de su nombre".

viernes, 4 de diciembre de 2015

Los mejores comienzos de novela (II)

Sabido es que la novela moderna insiste por lo general en alterar la genuina y tradicional disposición del argumento, desdeñando las consabidas tres partes que nos enseñaban en el instituto, y adaptando con más o menos riesgo y soltura el comienzo in medias res, esto es, en mitad del asunto, o en plena acción, como si dijéramos. Aun así, hay escritores que cuidan la primera frase, el primer párrafo, en la consideración de que un buen arranque de un libro, como el primer bocado de un guiso, ayuda a continuar o, por el contrario, propende a desistir. Otros, en cambio, prefieren la discreción y optan por la naturalidad y el sigilo: dan el primer paso como si entraran de puntillas en una habitación. Los primeros, siguiendo con el símil, lo harían en zapatos y dando un taconazo; los segundos, en zapatillas y con cuidado de no molestar.
Las dos cosas están bien, y de todo hay en la viña del señor libro, como en botica.
Y como lo que hay es bueno y mucho, sigo, pues, con otra selección, la selección B, la selección reserva, como se decía antes en el argot futbolístico (la selección A, la titular, apareció en la entrada de este blog correspondiente al 8 de mayo de 2015), de los mejores comienzos de novela, los más sugerentes, llamativos, originales, sorprendentes -impactantes no, por favor.

1  Tú no sabes nada de mí si no has leído un libro llamado Las aventuras de Tom Sawyer, pero eso no tiene importancia. Ese libro lo hizo el señor Mark Twain, y la mayor parte de lo que contó es verdad.
(M. Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn, 1884)

2  Esta es la historia más triste que he oído nunca.
(Ford Madox Ford, El buen soldado, 1915)

3  Alguien debió de haber calumniado a Josef K, puesto que, sin haber hecho nada malo, fueron a arrestarlo una mañana.
(F. Kafka, El proceso, 1925)

4  En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
(J. R. R. Tolkien, El hobbit, 1937)

5  Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.
(Camilo J. Cela, La familia de Pascual Duarte, 1942)

6  Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.
(J. D. Salinger, El guardián entre el centeno, 1951)

7  Si estoy chalado, tanto mejor, pensó Moses Herzog. Algunos lo creían majareta, y durante algún tiempo él mismo había llegado a pensar que le faltaba un tornillo.
(S. Bellow, Herzog, 1964)

8  Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
(G. García Márquez, Cien años de soledad, 1967)

9  Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida.
(I. Calvino, Si una noche de invierno un viajero, 1979)

10  Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca.
(A. Muñoz Molina, Beltenebros, 1989)

11 Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.
(P. Auster, Diario de invierno, 2012)

A los que, naturalmente, habría que añadir –aunque fuera escrita hace más de 2.500 años, y prescindiendo de que sea o no una novela, que desde luego no lo es, pero para el caso da igual- el celebérrimo arranque de la Odisea (y cito por la versión en prosa de Lluís Segalà):

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Ortografía, no otra cosa/Ortografía no, otra cosa

Puede suceder, al escribir, que alguien, cuando lleguen las próximas elecciones, pretenda *botar en una urna, y que tal otro sea alérgico al *bello de los melocotones, y que aquel padre de buena familia aspire a ser *varón.
También es posible a veces que uno *halla errado el tiro, o que *valla por lana y vuelva trasquilado, o que por error se le *estirpe cualquier órgano al último miembro de la *extirpe real.
Hay asimismo noticias de que fulano se *calló de la escalera, y de que mengano se *cayó por educación, y de que zutano no *haya la manera de cocinar bien los *gisantes.
'Ayer *haré lo que pude', escribió no se sabe quién, y solo los que habían empuñado alguna vez la esteva del arado para que el surco saliera derecho entendieron lo que quería decir.
No es raro tampoco que un simple olvido estropee un *jugete, o que por un descuido se le caiga a uno el anillo por el *desague, o que por un quítame allá ese acento el señor cura que sube a predicar confunda el púlpito con el pulpito... Y qué *verguenza entonces la de los fieles, que a lo mejor algunos se acordarán todavía de aquella especie de copla que venía antes en los libros de gramática de la escuela, con las palabras finales de cada verso sospechosamente subrayadas (y los señores maestros obligaban a pronunciarlas tal como aparecían escritas, todas con el acento en la penúltima sílaba):
En tiempos de los apostoles
había unos hombres muy barbaros
que se subían a los arboles
y mataban a los pajaros.

Pequeños errores todos si se mira bien, como equivocarse de *anden en la estación, o estirar una *sabana, o llevar un *revolver escondido, o levantar el *animo, o hacer un *calculo, o ser un *ávaro, o estudiar *ingles...
Por no hablar de esos otros signos que a quién le van a importar siendo tan minúsculos, ni quién se va a fijar en ellos si lo mismo da ponerles en un sitio que en otro: rosas, no claveles; de día no, de noche; si lees, mucho mejor... Que qué más dará escribirlo así que de esta otra manera: rosas no, claveles; de día, no de noche; si lees mucho, mejor...

lunes, 30 de noviembre de 2015

Nocturno

Daba gusto, la otra noche, en una terraza asomada sobre el borde de un promontorio en la ladera de Collserola, contemplar despacio, con Barcelona allí debajo que parecía que estuviera a los pies, todo lo que a la vista se ofrecía, en esa hora en que el mundo se serena y el ruidoso trajín de la vida se va poco a poco apaciguando: la parte alta de la ciudad sumida en las sombras, el Eixample y los barrios del centro como recogidos en sí mismos, las luces del puerto dejando apenas entrever la línea oscura del mar, los destellos rojos en la punta de los edificios más altos, los contornos iluminados en azul de otros, la silueta de Montjuïc recortándose contra un horizonte difuminado, el resplandor lejano del aeropuerto y, en el cielo, el centelleo de los aviones...
No podíamos dejar de observarlos, la precisión matemática con que se presentaban, en intervalos regulares de dos minutos exactos, y todos siguiendo la misma ruta, de norte a sur, como si procedieran del mismo sitio, de Francia y el norte de Europa, y vinieran ya por el cielo en fila, primero un punto brillante en la oscuridad, luego ya perfilándose un poco y acercándose cada vez más deprisa en la estela del anterior, al tiempo que iban descendiendo progresivamente como si fueran luciérnagas celestes que se deslizaran con suavidad por un hilo invisible prendido de las paredes de la atmósfera hasta diluirse en la fulguración remota de las pistas de aterrizaje.
Así un buen rato, extrañándonos de que no hubiera más ruta que aquella, la que provenía invariablemente del norte, cuando, de repente, empezaron a aparecer por detrás y a pasar justo por encima de la terraza, ahora la ruta había cambiado y, con el mismo intervalo regular, llegaban todos del oeste, de Galicia y las Américas se nos ocurrió decir, trazaban una parábola encima del mar y, desviándose ligeramente un momento hacia el sur, giraban enseguida de nuevo y se situaban de cara al aeropuerto, también en riguroso orden como los del principio, solo que estos, al encontrarse más lejos, daban la impresión de estar allí un rato suspendidos en el aire, igual que si estuviesen parados, en espera de la señal para aterrizar.
Todo programado, por los controladores aéreos desde sus torres o por quien fuera, todo medido y cronometrado y vigilado, todo sujeto a un orden estricto, todo bajo la supervisión inflexible de máquinas y de personas, personas que manejan máquinas y máquinas que dan órdenes a personas, todo coordinado y regulado, todo sistematizado y ajustado a unos horarios, a unas pautas, a unos mecanismos, a unas instrucciones, a unos procedimientos, a unos códigos, a unas claves, a unas contraseñas, a unos cálculos, a unas inercias, a unas rutinas...
A uno le dio entonces por pensar en los viajeros, no solo en los de aquellos aviones sino en todos los que un día u otro, en nuestras casas, cuando llega la hora de los preparativos -y mucho antes, porque en ocasiones estos duran tanto o más que el propio viaje, y pueden llegar incluso a reportarnos tanta emoción, por lo que tienen de disfrute anticipado y por el mismo afán ilusionado que ponemos en ellos-, con qué firme aplicación trazamos planes, configuramos trayectos, calculamos tiempos..., en fin, todos esos menudos pormenores sobre los que, no nos cabe la menor duda, tenemos poder de decisión.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Efemérides literarias y otras remembranzas

El 27 de noviembre del año 8 a. C. moría en Roma Quinto Horacio Flaco, uno de los grandes poetas latinos de la época de Augusto, junto con Virgilio y Ovidio. Hijo de un esclavo liberto, había nacido en Venusa, hoy Venosa, en la región de Basilicata, el año 65 a. C. Se educó en Roma y Atenas, y, ya poeta conocido, ingresó en el círculo de Mecenas, quien le regaló una finca en la Sabina.
Pese a lo escaso de su obra -debido en parte a la meticulosidad con que corregía una y otra vez sus versos-, es uno de los autores de mayor influjo en los siglos posteriores, especialmente en el Renacimiento.
Su primera colección de poesías lleva el título de Épodos, amables sátiras de vicios y costumbres la mayor parte. La más conocida es sin duda la que empieza con las palabras Beatus ille... ('Dichoso aquel...'), en la que hace un delicado elogio del campo y la vida retirada, acorde con su concepto de la felicidad basado en la aurea mediocritas ('dorada medianía'). Fray Luis de León la tradujo al castellano en el siglo XVI ("Dichoso el que de pleitos alejado...") y se inspiró también en ella para componer su célebre Oda a la vida retirada:

            ¡Qué descansada vida
            la del que huye el mundanal rüido,
            y sigue la escondida
            senda por donde han ido
            los pocos sabios que en el mundo han sido!

El segundo libro, Sátiras, ofrece una mezcla de poemas de la más variada índole: el relato de una anécdota graciosa, la narración de un viaje, la crítica moral o literaria...
Sus cuatro libros de Odas, en los que intentó trasladar a la poesía latina los temas y formas de la poesía griega, son también de variado asunto: moral, amoroso, patriótico (como el famoso Carmen saeculare, Cántico de los siglos)... En una de estas odas, la dirigida a Leucónoe, una amiga suya, aparece, en el penúltimo verso, la famosa expresión carpe diem ('disfruta del día de hoy', 'aprovecha el instante'), origen de uno de los tópicos más conocidos de la literatura universal, tratado luego por Ausonio (collige, virgo, rosas...: "coge, doncella, las rosas..."), Ronsard (cueillez dès aujourd'hui les roses de la vie: "coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida") y Garcilaso en uno de sus sonetos, el XXIII:

            coged de vuestra alegre primavera
            el dulce fruto, antes que el tiempo airado
            cubra de nieve la hermosa cumbre.

A Horacio le empezamos a conocer y traducir de adolescentes (con la ayuda inestimable del calepino más de una vez, y eso que estaba prohibidísimo) en aquellos seminarios de los años sesenta del siglo pasado de cuyo horario un servidor aún puede acordarse, y que era como sigue: levantarse y aseo personal; rezo de las primeras oraciones, media hora de meditación y otra media de misa en la capilla; desayuno en el refectorio (en silencio, con el runrún de la lectura de un libro piadoso o formativo por la rudimentaria megafonía, un par de altavoces colgados de la pared); cinco minutos para dejar en orden el dormitorio o la habitación y ponerse el guardapolvo, obligatorio de color gris; hora y media de estudio; tres horas de clase; visita del mediodía al santísimo y preces correspondientes; comida, en silencio como el desayuno -todos los desplazamientos entre las diferentes  estancias se hacían en silencio y en doble fila bajo la atenta vigilancia del prefecto de semana-, y con la consiguiente lectura como ambientación sonora; una hora y media de recreo, con cuatro opciones para pasar el tiempo: jugar al fútbol en la explanada de tierra (diez o doce partidos simultáneos en el mismo campo y con las mismas porterías), echar una partida al frontón, pasear por las inmediaciones del pinar que rodeaba el edificio por la parte de atrás o quedarse dentro mirando por los ventanales del claustro; otra hora de estudio y dos clases a continuación; merienda (un mollete y una manzana de la huerta colindante del señor obispo); media hora de recreo; dos horas de estudio como preparación de las clases del día siguiente; rosario en la capilla; cena; visita a la capilla para proceder al examen de conciencia y al rezo de las últimas plegarias; descanso.
Este horario solo se alteraba los jueves por la tarde, que no había clase y en su lugar nos llevaban de paseo, bien al campo o bien por el arcén de la carretera en filas de a dos, y los domingos, que por la mañana había misa solemne cantada, o sea, el doble de larga que la normal rezada, y por la tarde el mismo paseo de los jueves (y si acaso, algunas veces, nos dejaban ver la primera parte del partido de liga que dieran por la televisión, que por aquellos años empezaba siempre a las siete y media).
De las cinco horas de clase diarias, una era de latín, lo que quiere decir que salíamos a seis por semana (los sábados eran también lectivos, mañana y tarde).  

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Rótulos curiosos

Callejeando un poco a la buena de Dios, y sin salir del barrio, me llaman la atención los rótulos de algunos establecimientos: La tomiza (tienda de delicatessen: no cuadra mucho la cuerda o soguilla de esparto con tales productos selectos); Como en casa de Fermín (restaurante: ¿es verbo o término comparativo la primera palabra?); Santa gula (casa de comidas: ¡santa, y eso que aprendimos en el catecismo que es el quinto de los siete pecados capitales!); Me lo estoy pensando (tienda de decoración); Pels pèls (peluquería; en castellano, 'Por los pelos'); Cave canem (tienda de productos para perros; la inscripción aparecía en la puerta de las casas romanas como aviso: ¡Cuidado con el perro!); Madre Mía del Amor Hermoso (tienda de ropa de señoras)...

Y, del mismo callejear, esta fotografía de una especie de rejilla en la que conviven en paz y armonía las cosechas de la naturaleza y los desechos del consumo.


También fruto del callejeo holgazán, estos versos:

A una lectora desconocida

¡Quién tuviera ojos tan negros
para ver nevar por ellos!

lunes, 23 de noviembre de 2015

Tesoros

En la época a la que se refería la entrada anterior, no faltaba nunca en los bolsillos del pantalón infantil algún tesoro de los que nos apropiábamos en casa o recogíamos por la calle: un trozo de cuerda, el envoltorio de una chocolatina, el cordón deshilachado de un zapato, una caja de cerillas (con un grillo o unas mariposas dentro), el tapón de una botella, una rueda de mechero, un librillo de papel de fumar, una cáscara de nuez (para echar en el río), un botón, una canica, un carrete ya sin hilo, una peonza, un atadijo de cromos, unas avellanas, una navajina...
A los que habría que añadir los que traíamos del campo: una pluma de pájaro, una chifla de salguera, un guijarro liso y reluciente, alguna corteza de roble a medio tallar, una figura de estalactita (pero la cueva era honda y oscura y para entrar había que arrastrarse reptando por el suelo y ay si la lámpara de carburo se apagaba a medio)...


Además de los que, por razones obvias, encontraban allí, en los bolsillos, solo un acomodo efímero y provisional: las cerezas que requisábamos en las huertas ajenas (con especial gusto en la del señor cura y en la del señor maestro), los arándanos que íbamos a buscar a las colladas más altas y que tanto codiciaba el oso, el cornezuelo que acopiábamos en las tierras de centeno, una especie de clavillo triangular de color oscuro que salía en algunas espigas y que, decían, se utilizaba para hacer medicamentos, por eso nos lo pagaban a peso los afiladores gallegos que iban de pueblo en bicicleta o andando por el monte con un cajón de madera al hombro, un cajón que, cuando lo abrían, resultaba ser una especie de mueble en miniatura que se desplegaba en dos partes, y en cada parte, superpuestos, había dos o tres pequeños compartimentos que mostraban ante nuestros ojos asombrados los pequeños tesoros de aquella mercancía variopinta y multicolor: hilos de todas clases, botones, alfileres, bobinas, carretes, agujas de coser y de hacer punto, hiladillos, lazos, puntillas, entredoses, hilvanes, trencillas y galones, cordones, canillas para la máquina de coser, dedales, cremalleras, acericos, jabones de olor, hojas de afeitar, mechas y mecheros, tijeras, navajas y cuchillos, candados, llaveros, peines y peinetas, horquillas, abalorios, pendientes, broches, cadenas, corchetes, imperdibles, fíbulas y hebillas, ajorcas y colgantes, anillos y anillas, leznas, puntas y clavos, lapiceros, gomas de borrar, jaboncillos para marcar las telas, barajas, estampas, rosarios...

viernes, 20 de noviembre de 2015

Nada se tiraba

Todavía, a los de mi generación, nos tocó vivir los últimos años de aquella época en que no se tiraba nada. Incluso si se compraba algo nuevo, cualquier aparato -un molinillo de café, una plancha, ¡una radio!...-, no se deshacía nadie del viejo, por si acaso. Lo mismo sucedía con las herramientas y utensilios, y por supuesto con la ropa.
Eso daba lugar a que se guardara todo, principalmente en el desván, donde se amontonaban infinidad de cachivaches y trastos inútiles.
Y a que se coleccionaran, en las despensas o en el cuarto oscuro que había en todas las casas, tarros de cristal, papel de envolver, cuerdas, trozos de alambre, cajas de zapatos..., de todo.
Como si se tuviera miedo de que la vida empezase a ir para atrás en vez de hacerlo para adelante, como si en lugar de progresar se fuese a retroceder, como si, escondido detrás del futuro brillante que se presentía y deseaba, acechara, presto a volver, el pasado de miseria y privaciones del que aún todos se acordaban.
Por si eso pasa, se pensaba, mejor estar preparados, pues todo lo que ahora damos por usado, inútil y viejo quién sabe si algún día, si las cosas se ponen mal y reculamos, nos volverá a hacer falta.

El gran escritor que es Adam Zagajewski (Lvov, actual Ucrania, 1945) anota esta misma actitud y disposición de ánimo al evocar su infancia, transcurrida en los malhadados años de la posguerra europea en Gliwice, ciudad polaca a la que sus padres fueron repatriados al término de la contienda. Lo hace en una preciosa obra, En la belleza ajena, que es a la vez novela, libro de memorias y diario de impresiones y lecturas, y está escrita como en voz baja y con oficio de poeta en una prosa excepcional. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Alter ego

Quizá ya no tenga uno edad para hablar de esas cosas, del futuro sobre todo, pero sí por lo menos humor para fantasear un poco con ellas, con lo que queríamos ser y adonde soñábamos, y soñamos todavía acaso, con llegar.
Se hablaba un poco de esto en uno de los relatos de mi libro Años de guardar, el titulado Alter ego, del que reproduzco el fragmento que sigue:

De niño quería ser tocador de campanas: ¡vivir en un pueblo grande que tuviera muchas torres, a ser posible con veleta, y subir cada hora a una a repicarlas y llenar el aire de golondrinas asustadas, y los días de fiesta voltearlas y que brincara su sonido por las hondonadas de los valles y los picos de las montañas!
Quise luego ser pastor de ríos, y apacentar las aguas con una vara de salguera escuchando su canción corriente abajo hasta dejarlas recogidas en el redil azul del mar.
De joven me hubiera gustado estudiar para jurisconsulto y librepensador. [...]
Soñaba en la edad adulta más laboriosa con ser un oficinista melancólico que viviera en un país lluvioso y se pasara las horas sentado a una mesa llena de papeles cerca de una ventana viendo discurrir las nubes grises por el cielo y a la gente afanosa por la calle, o campesino ocioso en una aldea entregado por el día a revivir las labores propias de cada estación –sembrar memoria, dorar tiempos, vendimiar palabras, carpintear aperos-, y por la noche a ponerles
nombre a las estrellas.
De mayor quiero ser vendedor de sueños, y comprar con las monedas que gane una casa con jardín pastoreada por todos los vientos y vivir en ella pobremente en la sola amistosa compañía del silencio. 

Y, también cuando sea mayor, quiero llevar un blog para escribir en él las cosas que se me vayan ocurriendo, un blog parecido a este que hoy cumple cien entradas.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Efemérides literarias

El 15 de noviembre de 1969 moría en Madrid Ignacio Aldecoa, que había venido al mundo en Vitoria el 24 de julio de 1925. Como Stevenson, a quien admiraba, vivió solo cuarenta y cuatro años, y también como Stevenson, es recordado por las historias que tan bien supo contar. (Su viuda, la también escritora Josefina R. Aldecoa, ha recordado al respecto el deseo que Ignacio expresara un día, hablando precisamente del epitafio que los indígenas de la isla de Samoa habían grabado en la tumba de Stevenson: "Así es como me gustaría que me recordaran: Ignacio Aldecoa, el narrador de historias".)
Historias que uno leyó con devoción en la adolescencia y primera juventud, no tanto las de sus novelas (El fulgor y la sangre, Con el viento solano, Gran Sol, Parte de una historia) como las de sus cuentos. Desde que cayeron en mis manos, quise ingenuamente escribir como él, y durante un largo tiempo intenté en vano imitarle.
Me gustaba lo que contaba, pero, sobre todo, la manera como lo hacía, su estilo a la vez áspero y poético -rotundos adjetivos llameando en cada página-, elaborado pero preciso y natural.
Anoto algunas expresiones que en su día subrayé: "sendas que garabateaban las laderas, arrugándolas"; "la lentitud modorrosa de un rebaño"; "gorriones vestidos de saco y lagartijas pizpiretas"; "la coz de un aire"; "abrió la ventana un poquito y entró el frío como un pájaro"; "se quedó [en la cama] jugando con las rodillas a hacer montañas y organizar cataclismos"; "La madre tomó asiento en una banqueta, recogiéndose el delantal sobre el vestido negro cosido y roto, recosido y roto, y roto"; ""El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre"; "cascabeleó el hielo en los vasos"...
Los cuentos de Ignacio Aldecoa son un espejo en el camino de la España del medio siglo, y por ese espejo van pasando vidas y oficios, las vidas humildes y los oficios modestos de "las pobres gentes de España" para quienes la existencia es como "una espera de tercera clase", unas y otros contados con tierna crudeza y emocionada convicción.
Me vienen enseguida a la memoria algunos: Seguir de pobres, y la pobreza y desesperanza de la cuadrilla de segadores que pasan el verano lejos de su tierra para ganarse el jornal: "Al marchar a la siega / entran rencores, / trabajar para ricos, / seguir de pobres", reza la copla que canta uno de ellos; Chico de Madrid, un golfillo educado en las orillas del Manzanares, "bisojo y autodidacto, sucio y tristón"; Patio de
armas, y sus colegiales...

Y esas lecturas, junto con otras muchas, conforman mi particular prehistoria de los sueños (la historia, que viene después, es ya otro cantar), que suele tener lugar en esa época en que uno empieza a tener claro lo que quiere ser, a lo que le gustaría dedicarse, sin saber -y nadie tampoco nos lo advirtió entonces- que no valen aplazamientos, ni componendas, ni medias tintas, que un sueño no admite subterfugios ni estrategias de acomodo ni servidumbre de otros quehaceres, que si no se le atiende con dedicación plena y hasta las últimas consecuencias, el tiempo irá pasando y sin darnos cuenta llegará un día en que la vida habrá escrito ya la mitad del argumento y nosotros seguiremos aún pensando qué título ponerle a la primera página.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Efemérides literarias

El 13 de noviembre de 1850 nació en Edimburgo Robert Louis Stevenson (1850-1894). Viajó por varios países y pasó los últimos años de su vida en una isla de Oceanía, donde los nativos le conocían por el nombre de Tusitala, 'el narrador de cuentos'. Allí murió, a los 44 años, el 3 de diciembre de 1894.
Stevenson es autor de numerosas novelas, entre las que destacan La isla del tesoro (1883) y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886).
En esta última, el protagonista presenta una doble personalidad -simplificando un poco, de “bueno” y “malo”-, que va además acompañada de una transformación física, por lo que, durante buena parte del relato, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde aparecen a los ojos del lector como dos individuos distintos. El misterio que los envuelve, incomprensible incluso para sus amigos, contribuye a aumentar la tensión narrativa, llegando a crear una auténtica atmósfera de terror; hasta tal punto que, en la escena final, dos amigos del doctor Jekyll creen que este ha sido asesinado por Mr. Hyde. La escisión interior de Jekyll, el desdoblamiento de su personalidad, representa el conflicto interior del ser humano entre el bien y el mal. (Un eco de este conflicto es el que resuena también en los versos siguientes del poeta Antonio Machado:  "Busca a tu complementario, /que marcha siempre contigo, / y suele ser tu contrario".)
La isla del tesoro narra las andanzas de un grupo de aventureros que embarcan a bordo de la Hispaniola en busca de un tesoro enterrado en una isla remota por un antiguo pirata. Contada en primera persona por el más joven de los marineros, Jim Hawkins, es el ejemplo modélico de novela de acción y aventuras, con personajes inolvidables como el propio Jim, el pirata John Silver El Largo, el cocinero cojo del barco (y su loro, Capitán Flint, en homenaje al temido pirata que había enterrado el tesoro, y cuyo nombre planea sobre la tripulación a lo largo de todo el viaje), Ben Gunn, el marinero al que sus antiguos compañeros habían abandonado en la isla...
La sola mención de La isla del tesoro nos devuelve a aquellas lecturas
fervorosas, emocionadas, ingenuas y puras de la adolescencia, cuando sufríamos con los personajes, celebrábamos sus éxitos, llorábamos sus fracasos... Leíamos para entretenernos, sí, pero vivíamos en los libros la vida que soñábamos y que, estábamos seguros, jamás íbamos a tener, una vida animada y no monótona, una vida en la que los sentimientos prevalecían sobre las convenciones, la aventura sobre la rutina, la emoción sobre el tedio. En la vida de los libros había pasión, intrigas y misterios; en la de verdad, limitaciones y costumbres.
Y leíamos en cualquier sitio, y a cualquier hora: junto a la lumbre de la chimenea, en el monte con el ganado, a escondidas en las largas horas de estudio o de interminables liturgias en los internados, acurrucados bajo las mantas por la noche con una linterna...
Porque, a esa edad, leer no era -no es- una actividad pasajera, sino una ocupación absorbente, plena, entregada, devota, incondicional...
R. L. Stevenson escribió también un entrañable y simpático libro de poesía, Jardín de versos de un niño. A él pertenece este breve poema, que podría venir como anillo al dedo a lo que se acaba de decir:
    Pensamiento feliz
Está tan lleno el mundo
de misterios sin fin
que no sé cómo alguno
se puede aquí aburrir.
            (Versión de F. Beltrán y J. Subirana, Almadraba)

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Poemas breves. (Florilegio castellano II)

No sabía bien de qué escribir hoy y, espigando aquí y allá por los libros de mi biblioteca, he encontrado, escondidos entre sus páginas, estos breves poemas que se ofrecían a la vista como los frutos y el oro del otoño:

En un álbum de una señora que quería que se dijese algo acerca de la desgracia de ser mujer
¡Oh Dios! nacer mujer es triste cosa,
desventurada suerte nos rodea.
¡Ay infeliz de la que nace hermosa!
Y ¡ay infeliz de la que nace fea!
   (Carolina Coronado, 1820-1911)

Proverbios y cantares
              XLI
Bueno es saber que los vasos
nos sirven para beber;
lo malo es que no sabemos
para qué sirve la sed.

Otras canciones a Guiomar a la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena
               III
Escribiré en tu abanico:
te quiero para olvidarte,
para quererte te olvido.
   (Antonio Machado, 1875-1939)


El dormir es como un puente
que va del hoy al mañana.
Por debajo, como un sueño,
pasa el agua.
   (Juan Ramón Jiménez, 1881-1958, de Eternidades)

Quince monedas
  UN POETA MENOR
La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

  EL PRISIONERO
Una lima.
La primera de las pesadas puertas de hierro.
Algún día seré libre.
   (Jorge Luis Borges, 1899-1986)

Apuntes del insomnio
1
Roe el reloj
mi corazón,
buitre no, sino ratón.
   (Octavio Paz, 1914-1998)

Crepúsculo, Alburquerque, invierno
No fue un sueño,
lo vi:
La nieve ardía.           
   (Ángel González, 1925-2008)