Allá
por los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los niños de los pueblos teníamos
que escoger, en llegando a los diez u once años, entre ir a estudiar o quedarnos
en casa (en realidad eran los padres o la familia los que elegían, pero a los
efectos es igual). Lo primero significaba marchar a la capital de la provincia,
o más lejos aún, e ingresar como alumnos internos en un seminario o en un
colegio de frailes; lo segundo, aguantar en la escuela hasta los catorce años y
continuar luego el oficio del padre, arando las tierras y cuidando de los
animales.
Para
mejorar y llegar a ser alguien no hay más salida que los estudios, nos decían
en casa, y comparaban a renglón seguido la vida de un señor maestro y la de un
pastor, o la de un señor cura y la de un minero.
Aunque
bastaba, añadían, y era este un argumento del todo convincente, con que nos
fijáramos en las manos, blancas y finas las que andaban entre libros, rugosas,
ásperas y oscuras las que tiraban del arado o cavaban con el azadón.
De
gran peso eran también y muy persuasivas las razones que esgrimían los frailes
que pasaban por las escuelas de los pueblos reclutando 'buenas cabezas' o
dóciles fámulos, según fuera la necesidad de la orden, con el embeleco añadido
de aquellas filminas en que aparecía el colegio donde iríamos a estudiar, y era siempre un colegio muy grande de tres o cuatro pisos y muchísimas ventanas que tenía comedor,
salas de estudio, salón de juegos, capilla, dormitorios con las camas todas
juntas en doble fila, biblioteca, duchas –el fraile nos explicaba cómo
funcionaban y para qué servían–, un patio enorme y dos
campos de fútbol, uno para los pequeños y otro reglamentario para los mayores;
esto, lo de los campos de fútbol, especialmente el reglamentario, con postes de
hierro, red en las porterías y raya blanca en las áreas, el medio campo y las
bandas, solía ser el argumento definitivo.
Conque
casi todos acabamos estudiando para curas en el seminario, o para frailes
oblatos, dominicos, agustinos, marianistas, combonianos, palotinos,
pasionistas, maristas, capuchinos, franciscanos, corazonistas, escolapios,
claretianos, redentoristas, etc., en el colegio respectivo.
(El
catálogo que se ofrecía a las chicas no era menor en número y variedad:
teresianas, agustinas, carmelitas, siervas, dominicas, franciscanas, concepcionistas,
esclavas, mercedarias, descalzas, recoletas, ursulinas, salesas, trinitarias,
jerónimas, discípulas, anunciatas, de la Sagrada Familia, de la Pureza...).
La
vida en aquellos internados era triste como un lunes perpetuo y tediosa hasta la
grisura más descolorida, pero pocos días tan felices como aquel en que, después
de tres meses interminables, volvimos por primera vez a casa, que fue, en el
caso de un servidor, una noche de hace ahora cincuenta y un años – y a pie y
con la maleta al hombro el último kilómetro porque el land-rover del panadero
de Prioro se quedó atascado entre la nieve.
. . . .Aunque en algunas páginas se deslizó una arruga, ninguna está arrancada. . . El viaje aún no ha terminado. El land-rover del panadero salió del atasco, y suben, el pasajero y su maleta.
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