Además
de los afiladores gallegos mencionados el otro día, in illo tempore llegaban también a los pueblos hojalateros,
cesteros y pellejeros, entre otros, pero no, al menos a aquel en que yo nací,
escabruñadores, ni peones camineros, ni sustancieros.
El
oficio de los escabruñadores consistía en sacar o renovar el corte o cabruño a
la guadaña, picándolo en toda su longitud con un martillo sobre un pequeño
yunque clavado en el suelo.
Los
peones camineros eran los operarios encargados del mantenimiento de las
carreteras cuando por estas, como ya su mismo nombre indica, circulaban
carretas. Tenían sus casillas, generalmente de piedra, en distintos tramos al
lado de la carretera, casillas hoy todas en ruinas o desaparecidas.
En
los años de la posguerra, se dio el nombre de sustanciero a aquel que, provisto
de un hueso de jamón o de vaca atado a un cordel, iba por las casas
ofreciéndolo como remedio para darle sabor a las comidas; el precio por el
servicio, a convenir, dependía naturalmente del tiempo que el hueso
permaneciese en la olla o en el puchero.
El
gran periodista Julio Camba publicó al respecto este artículo en La Vanguardia
el 15 de julio de 1949:
Gastronomía
olfativa
El
sustanciero era un hombre que, allá de higos a brevas, porque no todos los días
son martes de carnaval, iba de casa en casa haciendo oscilar a modo de péndulo
un hueso de jamón que llevaba pendiente de una soga y decía a grito pelado:
–¡Sustancia!
¿Quién quiere sustancia para el puchero? Traigo un hueso riquísimo.
De vez en
cuando una pobre mujer que tenía al fuego una olla con agua, sal, dos o tres
patatas y un poco de verdura, lo llamaba.
–Déme usted
una perra gorda de sustancia –le decía– pero a ver si me la sirve usted a conciencia. El
domingo pasado retiró usted demasiado pronto.
–No tenga usted cuidado, señora –le respondía el sustanciero–. Ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy.
–No tenga usted cuidado, señora –le respondía el sustanciero–. Ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy.
Y, cogiendo
con su mano derecha el cordel a que estaba atado el hueso de jamón, introducía
éste en la olla, mientras, con la mano izquierda, sacaba un reloj, para contar
los segundos que pasaban. Supongo que si un día se hubiese equivocado
introduciendo en la olla el reloj –que tenía, al efecto, una cadena muy a propósito– en vez de
introducir el hueso, el resultado hubiese sido más o menos el mismo, pero no se
equivocaba nunca y, cuando el reloj marcaba el término de la inmersión, el
sustanciero reclamaba su perra gorda y se iba en busca de nuevos clientes.
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