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viernes, 18 de diciembre de 2015

El sustanciero y otros oficios

Además de los afiladores gallegos mencionados el otro día, in illo tempore llegaban también a los pueblos hojalateros, cesteros y pellejeros, entre otros, pero no, al menos a aquel en que yo nací, escabruñadores, ni peones camineros, ni sustancieros.
El oficio de los escabruñadores consistía en sacar o renovar el corte o cabruño a la guadaña, picándolo en toda su longitud con un martillo sobre un pequeño yunque clavado en el suelo.
Los peones camineros eran los operarios encargados del mantenimiento de las carreteras cuando por estas, como ya su mismo nombre indica, circulaban carretas. Tenían sus casillas, generalmente de piedra, en distintos tramos al lado de la carretera, casillas hoy todas en ruinas o desaparecidas.
En los años de la posguerra, se dio el nombre de sustanciero a aquel que, provisto de un hueso de jamón o de vaca atado a un cordel, iba por las casas ofreciéndolo como remedio para darle sabor a las comidas; el precio por el servicio, a convenir, dependía naturalmente del tiempo que el hueso permaneciese en la olla o en el puchero.
El gran periodista Julio Camba publicó al respecto este artículo en La Vanguardia el 15 de julio de 1949:

                                   Gastronomía olfativa
El sustanciero era un hombre que, allá de higos a brevas, porque no todos los días son martes de carnaval, iba de casa en casa haciendo oscilar a modo de péndulo un hueso de jamón que llevaba pendiente de una soga y decía a grito pelado:
¡Sustancia! ¿Quién quiere sustancia para el puchero? Traigo un hueso riquísimo.
De vez en cuando una pobre mujer que tenía al fuego una olla con agua, sal, dos o tres patatas y un poco de verdura, lo llamaba.
Déme usted una perra gorda de sustancia le decía pero a ver si me la sirve usted a conciencia. El domingo pasado retiró usted demasiado pronto.
No tenga usted cuidado, señora le respondía el sustanciero. Ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy.
Y, cogiendo con su mano derecha el cordel a que estaba atado el hueso de jamón, introducía éste en la olla, mientras, con la mano izquierda, sacaba un reloj, para contar los segundos que pasaban. Supongo que si un día se hubiese equivocado introduciendo en la olla el reloj que tenía, al efecto, una cadena muy a propósito en vez de introducir el hueso, el resultado hubiese sido más o menos el mismo, pero no se equivocaba nunca y, cuando el reloj marcaba el término de la inmersión, el sustanciero reclamaba su perra gorda y se iba en busca de nuevos clientes.

Y a continuación, en el mismo artículo, menciona el caso de un norteamericano que, en los años de escasez de la segunda guerra mundial, recorría cada día los hoteles a la hora del postre con un trozo de queso roquefort auténtico y se lo daba a oler a los comensales, previo pago de cincuenta centavos.

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