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lunes, 27 de enero de 2020

Años que repiten cifras


En 1010, que se regía aún por el calendario juliano, introducido por Julio César en el año 46 a. de C., se congela el río Nilo por segunda vez en su historia, y 1111 es el primer año que luce los cuatro dígitos iguales, algo que no volverá a suceder hasta 2222.
En 1212, el ejército cristiano bajo el mando de Alfonso VIII de Castilla vence a los almohades en la batalla de las Navas de Tolosa y se forma la Cruzada de los Niños, que parte desde el sur de Francia con la intención de llegar a Palestina y recuperar Jerusalén pero termina trágicamente. Por su parte, 1313 no parece que fuera un año de mala suerte, y, lo mismo que ocurre con 1414, no registra ningún hecho histórico relevante. Un siglo después, en 1515, el conquistador español Diego Velázquez funda la ciudad de La Habana.
En 1616, que se rige ya por el calendario gregoriano, instaurado definitivamente  en 1582, la Iglesia católica condena la teoría heliocéntrica de Copérnico, cuya obra "Sobre las revoluciones de las esferas celestes" es incluida en el Índice de libros prohibidos, y mueren Cervantes y Shakespeare, el 22 y el 23 de abril, respectivamente.
Cien años más tarde, en 1717, se constituye la Triple Alianza (Países Bajos, Inglaterra y Francia) con el fin de hacer frente a España, y en 1818 Chile se independiza de España y se funda el Museo del Prado.
Los ecos del ya no tan lejano 1919 resuenan todavía: firma del Tratado de Versalles, que pone fin a la I Guerra Mundial; se funda en Rusia la Internacional Comunista, y en Italia, el partido fascista de Mussolini; en India, Gandhi intensifica su campaña pacífica contra el Imperio Británico; huelga general en Barcelona, iniciada por los trabajadores de La Canadiense...
Cuando en 2121 alguien vuelva la vista atrás, ¿qué anotará de este 2020 recién estrenado?

   (La Razón, 20 de enero de 2020)

lunes, 20 de enero de 2020

Galdós


Se celebra este año el centenario de la muerte de don Benito Pérez Galdós. Después de Cervantes, él es sin duda nuestro mayor novelista, género al que pertenecen sus obras más conocidas, entre ellas los Episodios Nacionales, cuarenta y seis en total, en los que se propuso el ambicioso proyecto de contar en forma de novela la historia de España en el siglo XIX.
Galdós supo como nadie llevar a los libros la vida de su tiempo. Retrató con la pluma las calles y los ambientes madrileños, y, por extensión, la sociedad española de la época, una sociedad pobre, moralmente mediocre, dominada por la hipocresía, la ineficacia administrativa y el "quiero y no puedo".
Sus novelas se siguen leyendo hoy con gusto y provecho, y todo lo que en ellas describe –escenarios, personajes, vidas individuales y comportamientos colectivos– es producto de la observación directa de la realidad. Con frecuencia, la historia privada de los personajes (y los hay inolvidables: Isidora Rufete, la protagonista de La desheredada; Maximiliano Rubín y las dos mujeres cuyos nombres dan título a Fortunata y Jacinta; el profesor Manso de El amigo Manso, posible alter ego del autor; el cesante Ramón Villaamil de Miau, uno de tantos empleados de la administración que perdían su trabajo cada vez que se producía un cambio de gobierno; la mendiga Benina de Misericordia…) se entrelaza con los grandes acontecimientos públicos de la nación.
Por cierto que sus enemigos en vida –los ideológicos y los políticos, que de unos y de otros tuvo muchos en aquella vieja España de hace ya más de un siglo– se confabularon para impedir que la academia sueca le concediera el premio Nobel, que mereció de sobra.
Será a lo mejor por todas estas cosas por lo que don Benito, de talante abierto, comprensivo y liberal, nos sigue pareciendo a muchos un notabilísimo escritor y un tipo simpático, cercano y entrañable.

   (La Razón, 13 de enero de 2020)

lunes, 13 de enero de 2020

Nada se tiraba

Todavía, a los de mi generación, nos tocó vivir los últimos años de aquella época en que no se tiraba nada. Incluso si se compraba algo nuevo, cualquier aparato un molinillo de café, una plancha, ¡una radio!..., no se deshacía nadie del viejo, por si acaso. Lo mismo sucedía con las herramientas y utensilios, y por supuesto con la ropa.
Eso daba lugar a que se guardara todo, principalmente en el desván, donde se amontonaban infinidad de cachivaches y trastos inútiles.
Y a que se coleccionaran, en las despensas o en el cuarto oscuro que había en todas las casas, tarros de cristal, papel de envolver, cuerdas, trozos de alambre, cajas de zapatos..., de todo.
Como si se tuviera miedo de que la vida empezase a ir para atrás en vez de hacerlo para adelante, como si en lugar de progresar se fuese a retroceder, como si, escondido detrás del futuro brillante que se presentía y deseaba, acechara, presto a volver, el pasado de miseria y privaciones del que aún todos se acordaban.
Por si eso pasa, se pensaba, mejor estar preparados, pues todo lo que ahora damos por usado, inútil y viejo quién sabe si algún día, si las cosas se ponen mal y reculamos, nos volverá a hacer falta.
Adam Zagajewski (Lvov, actual Ucrania, 1945) anota en una de sus obras (En la belleza ajena) esta misma actitud y disposición de ánimo al evocar su infancia, transcurrida en los malhadados años de la posguerra europea en Gliwice, ciudad polaca a la que sus padres fueron repatriados al término de la contienda.
Y así era también como recibíamos los niños los regalos que nos dejaban los Reyes Magos en la ventana. Que eran más bien pocos, y casi siempre los mismos, pero había que tratarlos con mimo y delicadeza porque sabíamos que no íbamos a tener más en todo el año.

      (La Razón, 6 de enero de 2020)

martes, 7 de enero de 2020

La novela de la vida


Cada vida es una novela, y cada cual tiene la suya, y la va escribiendo capítulo a capítulo, uno por día.
Como el novelista, sabe uno ya, al escribir por la mañana las primeras líneas, lo que va a pasar, porque la vida es más o menos previsible. Pero siempre puede haber alguna sorpresa, algún incidente que no estaba contemplado en el guión. Si no tuviéramos la sospecha, o la esperanza, de que eso fuera a suceder, la vida carecería de interés, y lo mismo pasa con la novela, que se necesita al menos una pizca de intriga para mantener la atención del lector.
En las novelas conviene aderezar los hechos con una pequeña dosis de suspense, para no aburrir, y otro tanto ocurre en la vida si no queremos que se vuelva esta monótona y gris, que es como suelen ser la mayoría. ¿Dónde saltará la sorpresa? ¿Será al doblar la esquina o al volver desprevenidos por la tarde a casa? ¿Transcurrirán las horas como de costumbre o asistiremos a algún lance imprevisto?
Cada cual tiene su novela, sí, y lo que en ella ha ocurrido y vaya a ocurrir le absorbe de continuo toda la atención. La repasa cuando recuerda y la prevé cuando piensa en lo que está por venir, pero no puede corregirla ya, ni tachar siquiera un solo renglón, y tampoco avanzarla, y mucho menos escribirla a su gusto y conforme a sus deseos.
Esa novela, la que más nos importa porque es la que cuenta el afán nuestro de cada día, a la vez que la escribimos la vamos también leyendo. Y llega un momento, con el paso de los años, en que no hace uno otra cosa que pasar las hojas, y la relectura de la propia vida se convierte en una de las ocupaciones favoritas, particularmente si se es propenso a la vanidad de la melancolía.  

      (La Razón, 30 de diciembre de 2019)

miércoles, 1 de enero de 2020

Las virtudes del silencio


El silencio es oro, dice la sabiduría popular, y también que un silencio vale más que mil palabras.
En silencio germinan las semillas y el saber, dicen los poetas, en silencio llega la noche y cambian las estaciones, de silencio están hechos los surcos de la memoria y del dolor.
En los libros se habla del silencio del campo, que sosiega el ánimo, del de las iglesias, que invita al recogimiento, del de las bibliotecas, que predispone a una vida mejor... Y del silencio de Dios, que es motivo de congoja porque parece ignorar el sufrimiento de su pueblo: "Entonces me llamarán, y no responderé", se lee en los Proverbios, y el profeta Isaías se queja así: "Eres verdaderamente un Dios que se esconde".
La mayoría de las vidas transcurren en silencio y sin llamar la atención se van cuando les llega la hora.
Como la de san José, por ejemplo, que es el santo silencioso por excelencia, pues siendo como fue testigo de la vida de Jesús, nunca dice nada. Un ángel le revela que María va a dar a luz un hijo, y él acepta el misterio sin poner ninguna objeción. En Belén, calla ante los pastores y el prodigio de la estrella que guía a los Reyes Magos, y obedece sin rechistar cuando, en sueños, un ángel le ordena marchar a Egipto para escapar de Herodes. Jesús se pierde, él y María lo buscan angustiados y, cuando lo encuentran en el templo discutiendo con los doctores, es la madre la que le recrimina por haberse quedado allí sin haberles avisado. Y así hasta su muerte, de la que nada se dice tampoco en los evangelios.
San José, que parece casi un santo a su pesar, es quizá por ello el más humilde (lo mismo que su profesión de carpintero) y también el más digno de admiración de toda la corte celestial.
   (La Razón, 26 de diciembre de 2019)