Cada vida es una novela, y cada cual tiene la suya, y la va
escribiendo capítulo a capítulo, uno por día.
Como el novelista, sabe uno ya, al escribir por la mañana las
primeras líneas, lo que va a pasar, porque la vida es más o menos previsible.
Pero siempre puede haber alguna sorpresa, algún incidente que no estaba
contemplado en el guión. Si no tuviéramos la sospecha, o la esperanza, de que
eso fuera a suceder, la vida carecería de interés, y lo mismo pasa con la
novela, que se necesita al menos una pizca de intriga para mantener la atención
del lector.
En las novelas conviene aderezar los hechos con una pequeña
dosis de suspense, para no aburrir, y otro tanto ocurre en la vida si no
queremos que se vuelva esta monótona y gris, que es como suelen ser la mayoría.
¿Dónde saltará la sorpresa? ¿Será al doblar la esquina o al volver
desprevenidos por la tarde a casa? ¿Transcurrirán las horas como de costumbre o
asistiremos a algún lance imprevisto?
Cada cual tiene su novela, sí, y lo que en ella ha ocurrido
y vaya a ocurrir le absorbe de continuo toda la atención. La repasa cuando
recuerda y la prevé cuando piensa en lo que está por venir, pero no puede
corregirla ya, ni tachar siquiera un solo renglón, y tampoco avanzarla, y mucho
menos escribirla a su gusto y conforme a sus deseos.
Esa novela, la que más nos importa porque es la que cuenta
el afán nuestro de cada día, a la vez que la escribimos la vamos también
leyendo. Y llega un momento, con el paso de los años, en que no hace uno otra
cosa que pasar las hojas, y la relectura de la propia vida se convierte en una
de las ocupaciones favoritas, particularmente si se es propenso a la vanidad de
la melancolía.
(La Razón, 30 de diciembre de 2019)
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