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lunes, 30 de noviembre de 2015

Nocturno

Daba gusto, la otra noche, en una terraza asomada sobre el borde de un promontorio en la ladera de Collserola, contemplar despacio, con Barcelona allí debajo que parecía que estuviera a los pies, todo lo que a la vista se ofrecía, en esa hora en que el mundo se serena y el ruidoso trajín de la vida se va poco a poco apaciguando: la parte alta de la ciudad sumida en las sombras, el Eixample y los barrios del centro como recogidos en sí mismos, las luces del puerto dejando apenas entrever la línea oscura del mar, los destellos rojos en la punta de los edificios más altos, los contornos iluminados en azul de otros, la silueta de Montjuïc recortándose contra un horizonte difuminado, el resplandor lejano del aeropuerto y, en el cielo, el centelleo de los aviones...
No podíamos dejar de observarlos, la precisión matemática con que se presentaban, en intervalos regulares de dos minutos exactos, y todos siguiendo la misma ruta, de norte a sur, como si procedieran del mismo sitio, de Francia y el norte de Europa, y vinieran ya por el cielo en fila, primero un punto brillante en la oscuridad, luego ya perfilándose un poco y acercándose cada vez más deprisa en la estela del anterior, al tiempo que iban descendiendo progresivamente como si fueran luciérnagas celestes que se deslizaran con suavidad por un hilo invisible prendido de las paredes de la atmósfera hasta diluirse en la fulguración remota de las pistas de aterrizaje.
Así un buen rato, extrañándonos de que no hubiera más ruta que aquella, la que provenía invariablemente del norte, cuando, de repente, empezaron a aparecer por detrás y a pasar justo por encima de la terraza, ahora la ruta había cambiado y, con el mismo intervalo regular, llegaban todos del oeste, de Galicia y las Américas se nos ocurrió decir, trazaban una parábola encima del mar y, desviándose ligeramente un momento hacia el sur, giraban enseguida de nuevo y se situaban de cara al aeropuerto, también en riguroso orden como los del principio, solo que estos, al encontrarse más lejos, daban la impresión de estar allí un rato suspendidos en el aire, igual que si estuviesen parados, en espera de la señal para aterrizar.
Todo programado, por los controladores aéreos desde sus torres o por quien fuera, todo medido y cronometrado y vigilado, todo sujeto a un orden estricto, todo bajo la supervisión inflexible de máquinas y de personas, personas que manejan máquinas y máquinas que dan órdenes a personas, todo coordinado y regulado, todo sistematizado y ajustado a unos horarios, a unas pautas, a unos mecanismos, a unas instrucciones, a unos procedimientos, a unos códigos, a unas claves, a unas contraseñas, a unos cálculos, a unas inercias, a unas rutinas...
A uno le dio entonces por pensar en los viajeros, no solo en los de aquellos aviones sino en todos los que un día u otro, en nuestras casas, cuando llega la hora de los preparativos -y mucho antes, porque en ocasiones estos duran tanto o más que el propio viaje, y pueden llegar incluso a reportarnos tanta emoción, por lo que tienen de disfrute anticipado y por el mismo afán ilusionado que ponemos en ellos-, con qué firme aplicación trazamos planes, configuramos trayectos, calculamos tiempos..., en fin, todos esos menudos pormenores sobre los que, no nos cabe la menor duda, tenemos poder de decisión.

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