Daba gusto, la otra noche, en una terraza asomada sobre el borde de un promontorio
en la ladera de Collserola, contemplar despacio, con Barcelona allí debajo que
parecía que estuviera a los pies, todo lo que a la vista se ofrecía, en esa
hora en que el mundo se serena y el ruidoso trajín de la vida se va poco a poco
apaciguando: la parte alta de la ciudad sumida en las sombras, el Eixample y
los barrios del centro como recogidos en sí mismos, las luces del puerto
dejando apenas entrever la línea oscura del mar, los destellos rojos en la
punta de los edificios más altos, los contornos iluminados en azul de otros, la
silueta de Montjuïc recortándose contra un horizonte difuminado, el resplandor
lejano del aeropuerto y, en el cielo, el centelleo de los aviones...
No podíamos dejar de observarlos, la precisión matemática con que se
presentaban, en intervalos regulares de dos minutos exactos, y todos siguiendo
la misma ruta, de norte a sur, como si procedieran del mismo sitio, de Francia
y el norte de Europa, y vinieran ya por el cielo en fila, primero un punto
brillante en la oscuridad, luego ya perfilándose un poco y acercándose cada vez
más deprisa en la estela del anterior, al tiempo que iban descendiendo progresivamente
como si fueran luciérnagas celestes que se deslizaran con suavidad por un hilo
invisible prendido de las paredes de la atmósfera hasta diluirse en la
fulguración remota de las pistas de aterrizaje.
Así un buen rato, extrañándonos de que no hubiera más ruta que aquella,
la que provenía invariablemente del norte, cuando, de repente, empezaron a
aparecer por detrás y a pasar justo por encima de la terraza, ahora la ruta
había cambiado y, con el mismo intervalo regular, llegaban todos del oeste, de
Galicia y las Américas se nos ocurrió decir, trazaban una parábola encima del
mar y, desviándose ligeramente un momento hacia el sur, giraban enseguida de
nuevo y se situaban de cara al aeropuerto, también en riguroso orden como los
del principio, solo que estos, al encontrarse más lejos, daban la impresión de
estar allí un rato suspendidos en el aire, igual que si estuviesen parados, en
espera de la señal para aterrizar.
Todo programado, por los controladores aéreos desde sus torres o por
quien fuera, todo medido y cronometrado y vigilado, todo sujeto a un orden
estricto, todo bajo la supervisión inflexible de máquinas y de personas,
personas que manejan máquinas y máquinas que dan órdenes a personas, todo
coordinado y regulado, todo sistematizado y ajustado a unos horarios, a unas
pautas, a unos mecanismos, a unas instrucciones, a unos procedimientos, a unos
códigos, a unas claves, a unas contraseñas, a unos cálculos, a unas inercias, a
unas rutinas...
A uno le dio entonces por pensar en los viajeros, no solo en los de
aquellos aviones sino en todos los que un día u otro, en nuestras casas, cuando
llega la hora de los preparativos -y mucho antes, porque en ocasiones estos
duran tanto o más que el propio viaje, y pueden llegar incluso a reportarnos
tanta emoción, por lo que tienen de disfrute anticipado y por el mismo afán
ilusionado que ponemos en ellos-, con qué firme aplicación trazamos planes,
configuramos trayectos, calculamos tiempos..., en fin, todos esos menudos
pormenores sobre los que, no nos cabe la menor duda, tenemos poder de decisión.
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