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lunes, 2 de noviembre de 2015

El libro de las sorpresas

Iba a empezar diciendo que el diccionario es el libro más interesante y divertido que uno puede leer (lo de consultar es otra cosa, y mejor dejarlo para los estudiantes, los estudiosos y los pedagogos que diseñan los programas educativos, que le tienen, hablo de los últimos, una grandísima afición a este verbo, tanta como ojeriza al que se quedó ahí atrás a las puertas del paréntesis), pero rebajo la proclama, no vaya a ser que alguien no me crea: el diccionario está lleno de sorpresas y saberes curiosos.
Con la ventaja de que no es obligada la continuidad, ni se precisa seguir un orden para su lectura; mejor abrirlo al azar, picotear un poco en una página igual que hacen los pájaros cuando se alimentan y proseguir luego, hacia atrás o hacia adelante, a salto de mata, fisgando aquí y allá como quien busca un tesoro.
Descubrimos así que en él puede uno andarse por las ramas, o dormir como un tronco, o echar raíces en un sitio aun teniéndolas por nacimiento en otro que esté en el quinto pino, o ser de buena o pura cepa, o echar leña al fuego de una conversación (hay asimismo quien la hace del árbol caído), o ser un ciruelo, o estar en la higuera, o caerse del guindo, o pedirle peras al olmo, o dormirse en los laureles... ¡Verdades todas como la copa de un pino!
También, que tenga uno pájaros en la cabeza (incluso pueden ser muchos, o que sea la propia cabeza la que se distraiga buscándolos), o matar dos de una pedrada o de un tiro, o cargar con el mochuelo, o marear la perdiz, o pelar la pava, o estar en la edad del pavo, o andar como gallina en corral ajeno (acostarse con las gallinas es igualmente posible), o sentirse como el gallo de Morón, sin plumas y cacareando, o pagar el pato, o contentarse con el chocolate del loro, o ser un mirlo blanco, que ya es raro...
Por hablar solo de los árboles y las aves.

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