Todavía,
a los de mi generación, nos tocó vivir los últimos años de aquella época en que
no se tiraba nada. Incluso si se compraba algo nuevo, cualquier aparato -un
molinillo de café, una plancha, ¡una radio!...-, no se deshacía nadie del viejo,
por si acaso. Lo mismo sucedía con las herramientas y utensilios, y por
supuesto con la ropa.
Eso
daba lugar a que se guardara todo, principalmente en el desván, donde se
amontonaban infinidad de cachivaches y trastos inútiles.
Y
a que se coleccionaran, en las despensas o en el cuarto oscuro que había en
todas las casas, tarros de cristal, papel de envolver, cuerdas, trozos de
alambre, cajas de zapatos..., de todo.
Como
si se tuviera miedo de que la vida empezase a ir para atrás en vez de hacerlo
para adelante, como si en lugar de progresar se fuese a retroceder, como si,
escondido detrás del futuro brillante que se presentía y deseaba, acechara,
presto a volver, el pasado de miseria y privaciones del que aún todos se
acordaban.
Por
si eso pasa, se pensaba, mejor estar preparados, pues todo lo que ahora damos
por usado, inútil y viejo quién sabe si algún día, si las cosas se ponen mal y
reculamos, nos volverá a hacer falta.
El
gran escritor que es Adam Zagajewski
(Lvov, actual Ucrania, 1945) anota esta misma actitud y disposición de ánimo al
evocar su infancia, transcurrida en los malhadados años de la posguerra europea
en Gliwice, ciudad polaca a la que sus padres fueron repatriados al término de
la contienda. Lo hace en una preciosa obra, En
la belleza ajena, que es a la vez novela, libro de memorias y diario de
impresiones y lecturas, y está escrita como en voz baja y con oficio de poeta
en una prosa excepcional.
El escultor Angel Ferrant hizo una serie de 21 obras con elementos inútiles encontrados en la playa, en el museo Patio Herreriano de Valladolid se pueden ver algunas.
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