Las
imaginaba, por el nombre, colgadas en el aire como las arañas, o en algún
rincón del techo, detrás de las vigas, o encima de la lámpara, y más tarde, también
por la primera parte del nombre -musa-, como criaturas aladas igual que los
ángeles, o transparentes igual que el cristal, o nebulosas igual que los
fantasmas, y que por eso había que mirar hacia arriba y quedarse quieto con los
ojos fijos y bien abiertos a ver si ellas le miraban a uno y le inspiraban, le
prestaban las ideas o le iluminaban la mente, por algo eran seres casi celestiales
y cuasidivinos como las propias musas griegas y latinas cuyos nombres acababa
de aprender, invisibles como el aire, y premiaban al que pensaba en ellas un
rato seguido, al que las invocaba en casos de apuro: contestar a las pregunta de
un examen, escribir una redacción, componerle unos versos a aquella rapaza
pecosilla y con coletas...
Y no
solo eso, curaban el sopor de las horas largas y aburridas, las de las
ceremonias y sermones en la iglesia, las de las lecciones en la escuela, apaciguaban
el tedio, traían consuelo cuando uno se quedaba solo, ayudaban a ir
adormeciéndose cuando el sueño tardaba en llegar.
Luego,
qué decepción al saber que su nombre venía del latín mus, o sea de ratón, y que su aspecto era parecido al de los
ratones, solo que con el hocico más largo y puntiagudo, es decir, que eran en
realidad unos simples animalillos, pequeños roedores insectívoros, y encima
mamíferos... Pero en el fondo, todavía ahora, quiere uno creer que eso no es
verdad, y que lo que son es pura fantasía, humilde invención de los poetas en
trance, graciosa ocurrencia del ingenio popular para designar esa especie de
nubecilla que se suele poner a veces delante de los ojos cuando nos ponemos a
pensar o tenemos necesidad de distraernos.
Pensar en las musarañas, seguir imaginando la isla del Cíclope sin tener la tentación de ver tal miniatura de pedrusco, sería más divertido.
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