Las
imaginaba, por el nombre, colgadas en el aire como las arañas, o en algún
rincón del techo, detrás de las vigas, o encima de la lámpara, y más tarde, también
por la primera parte del nombre -musa-, como criaturas aladas igual que los
ángeles, o transparentes igual que el cristal, o nebulosas igual que los
fantasmas, y que por eso había que mirar hacia arriba y quedarse quieto con los
ojos fijos y bien abiertos a ver si ellas le miraban a uno y le inspiraban, le
prestaban las ideas o le iluminaban la mente, por algo eran seres casi celestiales
y cuasidivinos como las propias musas griegas y latinas cuyos nombres acababa
de aprender, invisibles como el aire, y premiaban al que pensaba en ellas un
rato seguido, al que las invocaba en casos de apuro: contestar a las pregunta de
un examen, escribir una redacción, componerle unos versos a aquella rapaza
pecosilla y con coletas...
Y no
solo eso, curaban el sopor de las horas largas y aburridas, las de las
ceremonias y sermones en la iglesia, las de las lecciones en la escuela, apaciguaban
el tedio, traían consuelo cuando uno se quedaba solo, ayudaban a ir
adormeciéndose cuando el sueño tardaba en llegar.

Pensar en las musarañas, seguir imaginando la isla del Cíclope sin tener la tentación de ver tal miniatura de pedrusco, sería más divertido.
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