En España se lee muy poco, según constatan unánimemente las
estadísticas, y a la hora de buscar las causas, no son pocos los que, sobre
todo en estos últimos años, lo achacan a esos cachivaches tecnológicos que todo
el mundo lleva consigo a todas partes y que, dicen, han venido a sustituir a
los libros.
Y aquí entraría,
como tristísimo corolario, el goteo casi continuo de librerías que no han
tenido más remedio que bajar la persiana. O de editoriales como Círculo de
Lectores, que en la década de 1990 llegó a contar con más de un millón y medio
de socios y que desde 1962, año en que se fundó, puso lo que suele llamarse
"buena literatura" al alcance del gran público. Porque ahí, en la
separación –el abismo, más bien– entre los rumbos de la primera y los
gustos del segundo estriba en buena parte la cuestión, que viene de lejos y resulta
la mar de intrincada.
Subliteratura: ese era el término que los críticos y
sociólogos, siempre algo pedantuelos, de los años 70 empleaban para referirse a
las lecturas populares, como si fuera posible ponerle puertas al campo literario,
o como si tuviera alguien la prerrogativa de acotar la finca y marcar las
lindes de lo que es bueno y lo que no. Etiquetaban así las novelas del Oeste (unas
2600) de Marcial Lafuente Estefanía, las novelas rosa de Corín Tellado (la
escritora en castellano más leída después de Cervantes, y a la que Vargas Llosa
no tuvo reparo en dedicar elogiosas palabras) y los best sellers en general.
Algunos hasta se atrevieron a meter también en el mismo saco a las novelas
policíacas (Simenon, A. Christie), de aventuras (Verne), de ciencia ficción...
¡Tiempos aquellos, cuando el metro era la biblioteca
ambulante más grande del mundo y la gente entretenía los largos trayectos
leyendo libros y no picoteando el móvil...!
Y que no se lea en el móvil cruzando un paso de peatones o conduciendo, bueno, es posible que lo de leer no sea exacto.
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