Creo que
nunca lo tuve, un estuche, ni de niño en la escuela del pueblo, ni más tarde,
ya crecido, en el colegio de los curas, o sea, en el seminario
(etimológicamente, el semillero).
A lo
mejor por eso, me gustaba, siendo profesor, otear los estuches de los alumnos
(perdón, del alumnado), y a veces me quedaba con las ganas de fisgar en alguno:
tantas cosas, y tan variadas, se apretujaban allí dentro, y con tal desorden
que a veces resultaba imposible cerrar la cremallera y parecía que fuera a
estallar por algún sitio. Y una tarde en que tenía a los alumnos (vaya, perdón
otra vez) entretenidos en unos ejercicios (por las tardes era preferible eso,
hacer ejercicios que no explicar, les costaba concentrarse y estaban ya
cansados, las explicaciones mejor para las primeras horas de la mañana, cuando llegaban
frescos y despejados, aunque no siempre, los lunes por ejemplo…) me puse a
escribir, a escondidas, claro está, y sin que se dieran cuenta, los primeros
versos de un poema que luego en casa acabé de pulir y rematar. Es este:
Estuche
El lápiz, alborotado,
exige que le despunten,
y el afilador responde
que lo hará cuando le guste.
El bolígrafo reclama
copiar una frase ilustre,
y la goma pide a gritos
dejar limpios los apuntes.
El kleenex demanda airado
una nariz que le arrugue,
y el typex se desespera
si un error no se produce.
Que su papel es fijar,
el clip con rigor arguye;
y el fosforito murmura
que el subrayado le aburre.
El rotulador, altivo,
por el fondo se escabulle,
y la tijera amenaza
con romper cualquier resumen.
La regla se mide en vano,
según tiene por costumbre,
y el compás denuncia a voces
geométrica servidumbre.
Se lo advierto a quien me escuche:
esto es un desbarajuste.
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