"En
la escuela hay que volver a enseñar lo básico", leo en el periódico. Lo
dice uno –y se queda tan campante– que tuvo en su día, hasta no hace mucho,
y durante un montón de años, poder e influencia, pero que, por eso mismo acaso,
guardó silencio cómplice –un
silencio aprobatorio, como el de la administración pública ante los
requerimientos ciudadanos–, o miró
para otro lado, o quién sabe si aplaudió cuando los gobiernos de turno
perpetraban cada uno sus propios planes educativos y las patrullas de pedagogos
se encargaban de elaborar los correspondientes currículos y programas,
oblicuamente redactados en jerga de guirigay.
Se
proponía en esas sacrosantas programaciones didácticas –hablo de las referidas a la enseñanza de la Lengua– un sinnúmero de objetivos,
procedimientos y actividades sobre la comunicación, el funcionamiento de la
lengua (la gramática es palabra tabú en esos ámbitos), la expresión literaria, las
tipologías textuales (los textos predictivos, los expositivo-argumentativos,
los prescriptivos..., a cuál más interesante y atractivo, como se ve, para la
sensibilidad de niños y adolescentes), la búsqueda de información y el manejo
de las nuevas tecnologías, todo con gran aparato terminológico y pomposa
retórica, pero ni una palabra, ni la más leve alusión a lo que tradicionalmente
se ha venido considerando signo inequívoco del paso por la escuela: el cuidado
de la escritura, el trazo esmerado de los renglones, la buena letra.
Esa buena
letra de la que hacían gala las generaciones anteriores, no ya a la Logse de
los últimos ochenta, sino a la EGB de los primeros setenta, y muy
particularmente las de origen campesino que a duras penas aguantaban en la
escuela hasta los catorce años, o acudían a ella por temporadas, cuando las
labores del campo o las ocupaciones ganaderas se lo permitían.
Saber
hacer bien las cuentas y tener buena letra (escribir sin faltas de ortografía
era el súmmum, y cometer más de las permitidas se consideraba poco menos que un
deshonor): bastaba con eso, nada había más importante, ningún otro conocimiento
podía equipararse a esas dos destrezas, las únicas competencias básicas –así las llaman ahora– que valía la pena adquirir, el único
título del que podían alardear, y en verdad que lo hacían, modestamente y
aunque fuera para sus adentros nada más.
A los responsables
de los programas educativos y a la clase dirigente pedagógica habría que
recordarles el respeto ancestral que en todas las culturas y civilizaciones se
ha tenido siempre por la buena letra, o sea, la caligrafía, término este que es
anatema y produce sonrojo en el recién mentado establishment.
Hoy, a un gato que tengo en adopción, pero sin legalizar, le he dejado un papel escrito en el suelo, no mostró interés del lobo, zorro o serpiente, seguiré observándole.
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