En
el pueblo han visto estos días el oso, el de la primera fotografía, joven y parece
que curioso. No a la puerta de las casas, claro está, ni siquiera en las
inmediaciones, pero sí en
los montes de Salio y Carande que lindan con el
término vecinal, en la Canal del Sedo para más exactitud, por donde la vereda de
Riaño, la vereda por la que se iba antes andando a la feria o a por medicinas a
la botica o a por dinero al banco: la feria de ganado del seis de noviembre a
la que acudían los tratantes de media provincia, ataviados uniformemente la
mayoría con pelliza de paño o zamarra de cuero; la botica de Tomás en la planta
baja de aquella casa con aquellas galerías acristaladas tan bonitas en un
extremo de la plaza (y aquel mancebo que tenía de ayudante, todo perfil de lo
flaco y enjuto que era); el Banco Herrero del que era director Posidio el de
Remolina y que tanto nos llamaba de niños la atención por el silencio de
iglesia que había dentro y lo lustroso y relimpio que parecía todo. Hablo
naturalmente del Riaño antiguo, el que luego los mandamases de turno sepultaron
para siempre bajo las aguas turbias de un pantano que casi nadie sabe para qué
se construyó, empezando por los mentados gerifaltes (por no faltar al respeto) que
ordenaron atajar el río con ese muro con panza de cemento que ensucia como un
estigma la entrada del valle si se llega a él por la parte de Crémenes y
Cistierna.
Ver
el oso es y ha sido siempre un acontecimiento, y son pocos los que han
disfrutado de tan raro privilegio, y menos aún los que pueden presumir de haberse
encontrado con él cara a cara en el monte, que una cosa es observarle de lejos
y a cubierto por la distancia y otra muy distinta darse de bruces con un bicho adulto
y prevenido como el de la segunda fotografía, tomada también estos días y en
uno de aquellos pueblos, el de Casasuertes.
Me
vienen siempre a la memoria dos de esos encuentros que de niños nos contaban.

El
segundo, el de otro pastor asimismo del pueblo, que estaba una tarde al
oscurecer bebiendo a morro de una fuente no lejos del redil y vino entonces el
oso, y se conoce que acuciado por la sed o contrariado porque llevaba prisa o
quién sabe si molesto por la intromisión o temeroso de que le hubiera
enturbiado el agua fue y le dio un manotazo para apartarle y que le dejara a él
beber primero.
Cosas
del oso, animal pacífico que antes, cuando había rebaños en los puertos, por
menos de nada, si tenía hambre, se llegaba por las noches a la majada y
marchaba tan campante sin hacer caso a los mastines con una oveja bajo el
brazo, y que ahora es capaz, aunque tenga de sobra arándanos en el monte, de
bajar hasta las mismas afueras de los pueblos si se le antoja que puede haber
cerezas maduras o si se empica a las colmenas, que los osos se pirran por lo
dulce, en particular los panales de miel.
¡El
oso, personificación terrible -junto con los lobos, el ojarancón y el sacaúntos-
del miedo infantil y animal totémico de la cordillera Cantábrica, desde los
Picos de Europa en el extremo oriental hasta la sierra de los Ancares en el
límite con Galicia siguiendo toda la raya de Asturias; el oso, que tendrá
siempre un rincón en la memoria de todos los que por allí nacimos!
David, no te extrañe que el oso, después de leer tu artículo, se desplace a Colserola y haga un descanso en el trono de tu propiedad compartida por el inquilino desconocido, será el momento de acudir a tu tío Onésimo y preguntarle la actuación protocolaria con el oso.
ResponderEliminarA lo mejor, cualquiera sabe con el oso...
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