Dedica
uno las mañanas de los domingos, y es costumbre ya vieja -va ahora para veinte
años-, a pasear por el monte. También el camino se ha hecho viejo, pues quiso
la buena suerte que, después de algunas probaturas, encontrara muy pronto, al
segundo o tercer domingo, el que ahora sigo haciendo, que lo sé de memoria de
tanto andarlo. Discurre parte de él, y es este el tramo más ameno y provechoso
de todo el recorrido, por la otra vertiente de la sierra de Collserola, es
decir, la que no da vista a Barcelona sino a la comarca del Vallès y a la
cuenca baja del Llobregat, con las montañas de Montserrat cerrando el horizonte.
Sendero más que camino, brinda al paseante todos los alicientes: silencio,
soledad, sosiego, variedad de árboles y plantas, luz no usada que diría Fray
Luis, aire limpio... Y, sobre todo ahora en primavera, olores nuevos, flores
vistosas de todos los colores y sonoro acompañamiento de pájaros y avecillas.
Amigo
como es uno de agarrarse a las costumbres, me dio este otoño pasado por
detenerme siempre en el mismo altozano. Me contenté al principio con sentarme
en una piedra, pero encontré enseguida, apartándome un poco del sendero, lo que
buscaba, un sitio que ni pintiparado para hacer un alto, descansar y contemplar
el panorama. Y en ese sitio, el hueco de un roble viejo, me apresuré a componer, con
piedras y ramas secas, un asiento. Acomodado en él, con la espalda apoyada en
el tronco, se siente uno allí como en un pequeño trono, soberano del monte que
abarca la mirada, con la ventaja añadida de pasar inadvertido a los que
transitan por la vereda (y no así al revés, pues se les atisba fácilmente por
entre los arbustos y se oyen sus pasos y conversaciones).
La
paz de estos paseos dominicales se vio alterada hace cosa de un mes cuando
descubrí que algún desconocido había colonizado mi reino colocando unas ramas
de roble por los lados, acaso para protegerlo del viento. Lo peor sin embargo es
que había también indicios de una voluntad firme por usurparme el trono, y con
esa intención, y la de acomodarlo tal vez a su anatomía, había recompuesto las
piedras; y para más inri, se había
atrevido además a incorporar un cenicero artesanal hecho de papel de plata,
que, eso sí, tuvo la precaución de ocultar en un resquicio.
Pese
a la profanación descrita, sigue uno sentándose cada domingo en su trono, ajeno
a los signos del oprobio.
Y
ayer, a poco de abandonarlo, retomado de nuevo el sendero, vi venir una
ardilla. Me dio tiempo a detenerme y permanecer inmóvil antes de que ella
advirtiera mi presencia. Rígido como una estatua y observándola por el rabillo
del ojo, sin mover un músculo y conteniendo la respiración, aguardé a que
llegara. Lo hizo sin mostrar ninguna señal de alarma, distraída como debía de
andar en busca de comida, y al pasar por delante se detuvo un momento, me miró
un par de veces y yo la miré desde arriba, anduvo unos pasos diminutos y se volvió...
¿Y si ahora decide subir por las piernas arriba, pensé, y escalarme como si
fuera un árbol, con el que a lo mejor me ha confundido? Pero no, se quedó un instante
quieta y como si dudara, y al fin reanudó su menudo corretear y continuó camino
adelante tan tranquila.
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