Y en el corazón de Barcelona, en el edificio de la vieja Universidad,
la UB la llaman ahora, donde pasa desapercibido para los viandantes, lo cual
nada tiene de extraño, escondido como está tras los altos muros que lo separan
de la calle. Hablo del jardín que rodea por detrás el histórico recinto del
alma máter que alberga actualmente las facultades de Filología y de
Matemáticas.
No sé si a los estudiantes que ahora acuden a sus aulas en
busca del saber les ocurrirá lo mismo, pero pasó uno allí tres años y apenas lo
frecuentó. Preferíamos la atmósfera turbia y vocinglera del bar ubicado en el
sótano al silencio ameno de aquella isla verde, y nos interesaban más otras
cosas: los libros, que leíamos con suma devoción en ediciones de bolsillo; el
cine que daban en las salas de arte y ensayo; la política, que era un tema
serio de conversación y tenía el prestigio de la clandestinidad...
Y fue una pena, porque el jardín ofrecía –y ofrece, pues está abierto a la ciudadanía– una
amplia variedad de árboles y arbustos procedentes de todo el mundo, entre ellos
algunas especies dignas de ser contempladas, como un tejo y un gingko
centenarios, declarados de interés local por el Ayuntamiento. Una docena de
paneles explicativos ilustran al paseante sobre las utilidades de aquellos que,
desde tiempos ancestrales, forman parte de nuestra cultura: el olivo, la
encina, el laurel, la morera, el algarrobo, el almez ("lledoner")... Y
hay palmeras, higueras, acacias, adelfas, aloes, araucarias de Norfolk,
magnolias, bellasombras de América del Sur, evónimos de Japón, casuarinas y
grevilleas de Australia, alcanforeros de China, un tilo de Holanda, un
azufaifo, un ciprés triste, un roble cerris... Además de los ficus gigantes que
ennoblecen el patio de Letras.
De manera que, para huir del ruido y
buscar sosiego en la naturaleza, no hace falta ir muy lejos.
(La Razón, 11 de noviembre de 2019)
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