Que pueden ser de muchas clases,
según el cristal desde el que se los mire: azules (los de la infancia), grises
(los de los lunes), negros (los que van por túneles), si es por el color; de
diario (es decir, de entre semana, de trabajo, de cutio) o de guardar (esto es,
feriados, de precepto, del Señor), si se atiende a las obligaciones; serenos,
encapotados, borrascosos, dependiendo del estado anímico; rectos o lineales,
curvos o torcidos, redondos o con esquinas, según el trayecto y la forma del
verbo en que se conjuguen... Eso sin contar con que algunos son demasiado claros para lo oscuras que suelen
ser las vidas, y muchos demasiado largos para las pocas cosas que nos traen o
lo escasamente que los aprovechamos.
No pasan los días por ti, decimos,
como cumplido y consuelo; mañana será otro día, en son de promesa y esperanza;
un día es un día, cuando nos apartamos de lo acostumbrado; ...que son dos días,
la advertencia que ensombrece la previa invitación.
Pero dicen los que todo lo ven negro
que no, que es conveniente llevar las cosas al día, pues que todo puede cambiar
de un día para otro (y más teniendo en cuenta que las cosas acostumbran a
empeorar de día en día y que un día sí y otro no ocurre en el mundo una
desgracia), y que es verdad que lo más trabajoso es llevar el día a día pero
que no queda otra. Y así va pasando cada cual su tiempo, día y noche afanándose
para cuando se presente el día de mañana, todo el santo día dándole vueltas a
lo mismo, y un día sí y otro también hasta el día del juicio por la tarde
haciendo cábalas.
Aunque quién sabe si el día menos
pensado... Y ese es el gran misterio que estos días de atrás nos recuerdan cada
año.
(La Razón, 4 de noviembre de 2019)
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