Sucede a veces que, entre lo que
uno dice y lo que el otro entiende, hay, como quien dice, un buen trecho.
Trecho que se presta a la interpretación, el equívoco, la confusión, la
divergencia, el malentendido…
Viene esta reflexión a cuento de lo que hace años me ocurrió en clase
al hablar de Cervantes, más concretamente, de los entremeses que compuso. Les
expliqué a los alumnos lo que eran (“representación de risa y graciosa, que se
entremete entre un acto y otro de la comedia para alegrar y espaciar al
auditorio”, los define Covarrubias en su Tesoro
de la lengua castellana, del que ya se habló aquí), les señalé que el autor
del Quijote había contribuido como nadie a popularizarlos, les anoté en la
pizarra los tres de más renombre (El
retablo de las maravillas, La guarda
cuidadosa y La cueva de Salamanca)
y les leí algún fragmento de uno de ellos.
Debí también de recurrir a la etimología de la palabra (por vía directa del catalán entremès o del francés entremets, pero ambas procedentes del
latín intermissus, participio del
verbo intermittiere, ‘intercalar’) y,
para hacérselo todo más llano y comprensible, a la comparación con la otra
acepción del término, la gastronómica o culinaria, que guarda con la literaria
un gran parecido, y más en la propia época de Cervantes, cuando los entremeses,
a diferencia de lo que ahora sucede, se ponían en las mesas para picar de ellos
mientras se servían los platos principales.
El alumno toma la palabra del maestro para contar en el examen que el vermut alegraba al auditorio, y no iba muy descaminado.
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