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viernes, 29 de mayo de 2015

Efemérides literarias

Hoy hace cincuenta y siete años, el 29 de mayo de 1958, moría en Puerto Rico Juan Ramón Jiménez.
Nacido en Moguer (Huelva) en 1881, se interesó desde muy joven por la literatura (los primeros poemas los escribió ya a los catorce años), y  en 1900 se trasladó a Madrid "a luchar por el modernismo". La muerte de su padre ese mismo año le produjo una profunda crisis, que le obligó a permanecer en sanatorios del sur de Francia y de Madrid. En 1916 se casó en Nueva York con Zenobia Camprubí, que colaboró con él en la traducción del poeta indio Rabindranath Tagore. En 1936, al estallar la guerra civil, inició un largo exilio por varios países de América. En 1951 se instaló en Puerto Rico, donde le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 1956, el mismo año en que murió Zenobia. 


Juan Ramón Jiménez dedicó toda su vida a la poesía, a la Obra, como él decía. La búsqueda de la belleza mediante la poesía fue su única ocupación, la que le absorbió todo su tiempo: “Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados”.
Obsesionado por conseguir la perfección, ordenaba y corregía continuamente sus versos. No le toques ya más, que así es la rosa”, dijo en alguna ocasión, aunque él mismo aclaró que si tal decía era después de haber tocado el poema hasta la rosa”. (“La rosa no cansa”, recordaba también el poeta que le decía su madre.)
La obra de Juan Ramón Jiménez, desarrollada a lo largo de más de medio siglo, no puede adscribirse a ningún grupo o movimiento literario concreto, pues se mantuvo siempre al margen de modas y escuelas, fiel a su personal y original concepción de la poesía.
A su primera época, que él llamó “sensitiva”, pertenecen, entre otros libros, Rimas (1902) y Arias tristes (1903), centrados en los temas de la melancolía, la soledad, el paso del tiempo y la muerte. La segunda época, la de la poesía intelectual o desnuda, se inaugura con Diario de un poeta recién casado (1917), escrito a raíz de un viaje a Nueva York con motivo de su boda. Se trata de una poesía de ideas, más que de sentimientos; poesía depurada, dirigida a la inteligencia, y que exige un esfuerzo intelectual para desentrañar su significado:
                       
                        ¡Intelijencia, dame
                        el nombre exacto de las cosas!

Formalmente, es también una poesía desnuda de adornos innecesarios: el tono es natural y coloquial, y se busca la expresión sencilla y precisa. (Encajaría aquí su conocida frase: “Quien escribe como se habla llegará en lo porvenir más lejos que quien escribe como se escribe”.)
A la tercera etapa, la “suficiente o verdadera”, corresponden los libros escritos fuera de España: En el otro costado (1936-1942), que contiene el famoso poema en prosa Espacio y Animal de fondo (1949), posteriormente incluido en Dios deseado y deseante, en los que expresa vivencias de carácter místico: el dios del poeta es la belleza del mundo, la naturaleza, con la que se siente íntimamente identificado.

Sirva como muestra de lo dicho esta breve antología (antolojía, escribiría Juan Ramón, que tuvo siempre el capricho de sustituir la g por la j cuando el sonido de ambas grafías es el mismo: elejía, májico, intelijencia, nostaljia…).

En el primer poema, se sugiere un estado de ánimo melancólico proyectándolo en un paisaje que actúa como su espejo o símbolo:

                          Viene una música lánguida,
                        no sé de dónde, en el aire.
                        Da la una. Me he asomado
                        para ver qué tiene el parque.
                          La luna, la dulce luna
                        tiñe de blanco los árboles,
                        y, entre las ramas, la fuente
                        alza su hilo de diamante.
                          En silencio, las estrellas
                        tiemblan; lejos, el paisaje
                        mueve luces melancólicas,
                        ladridos y largos ayes.
                          Otro reló da la una.
                        Desvela mirar el parque
                        lleno de almas, a la música
                        triste que viene en el aire.
(Arias tristes, 1903)                           

El tema del que sigue, como ya el título indica, es la premonición de la muerte. El poeta se irá, pero la naturaleza se renovará cada año a pesar de que él ya no esté para contemplarla:

                                   El viaje definitivo

               ...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
            cantando;
            y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
            y con su pozo blanco.
              Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
            y tocarán, como esta tarde están tocando,
            las campanas del campanario.
               Se morirán aquellos que me amaron;
            y el pueblo se hará nuevo cada año;
            y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
            mi espíritu errará, nostáljico...
               Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
            verde, sin pozo blanco,
            sin cielo azul y plácido...
            Y se quedarán los pájaros cantando.
                                               (Poemas agrestes, 1910-11)

La búsqueda de la verdadera identidad, mediante el contraste de las distintas personalidades del yo poético, es el tema del que figura a continuación:  

                                     Yo no soy yo.
                                                                       Soy este
                                   que va a mi lado sin yo verlo;
                                   que, a veces, voy a ver,
                                   y que, a veces, olvido.
                                   El que calla, sereno, cuando hablo,
                                   el que perdona, dulce, cuando odio,
                                   el que pasea por donde no estoy,
                                   el que quedará en pie cuando yo muera.
                                                                       (Eternidades, 1918)

Y en el siguiente, el poeta se reafirma en su convicción de que la belleza –que, simbólicamente, reside en lo más elevado y en la naturaleza– es la plenitud y la razón de ser de su vida:

                                     ¡Esta es mi vida, la de arriba,
                                   la de la pura brisa,
                                   la del pájaro último,
                                   la de las cimas de oro de lo oscuro!
                                     ¡Esta es mi libertad, oler la rosa,
                                   cortar el agua fría con mi mano loca,
                                   desnudar la arboleda,
                                   cogerle al sol su luz eterna!
                                                                       (Poesía, 1923)

Pero el libro más famoso, y el más leído, de Juan Ramón Jiménez es, qué duda cabe, Platero y yo, publicado en 1914.
Las simpáticas anécdotas y pequeñas aventuras del poeta con su burro Platero han hecho las delicias del público lector, particularmente del más joven. ¡Y cuántas generaciones de adolescentes han aprendido desde entonces a escribir tratando de imitar esa prosa poética que tanto gusta a esas edades!
En la memoria de todos están todavía los comienzos de algunos capítulos: 

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. (I, Platero)

La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven,  vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamoras… Alguien se esconde, tácito, a nuestro pasar… (XVII, Calosfrío)

Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio. El amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio… (XXVIII, Tormenta)

En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, toda  perdida bajo su carga de hierba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda… (XXXVIII, La carretilla

1 comentario:

  1. Al fin y al cabo, ¿qué es el mundo sino eso, un continuo nacer y renacer? Ya el poeta Juan Ramón Jiménez lo expresó mejor que nadie a propósito del mar: Parece, mar, que luchas/ ¡oh desorden sin fin, hierro incesante!/ por encontrarte o porque yo te encuentre./ Qué inmenso demostrarte, / en tu desnudez sola/-sin compañera... o sin compañero/ según te diga el mar o la mar- creando/ el espectáculo completo de nuestro mundo de hoy. (comentario a una exposición de David Fdez)

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