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lunes, 4 de mayo de 2015

Libretas y cuadernos

De niños, en el pueblo, a los cuadernos de la escuela los llamábamos libretas. Tenían las tapas de color azul desvaído, las hojas eran de papel áspero y olían a “comprao”. El olor a “comprao” no se parecía a ningún otro olor, y por eso mismo, porque resultaba muy difícil de identificar, no tenía nombre, un nombre particular y concreto, quiero decir, como olor a miel, o a manzana, o a lápiz recién afilado, por citar tres olores que la rapacería sabíamos bien distinguir. Lo “comprao”, por principio, era mejor y gozaba de mayor prestigio que lo casero, no ya en la ropa, que no admitía comparación (las medias de lana hechas en casa picaban, y los calcetines comprados no, y lo mismo pasaba con los jerséis), sino, por raro que parezca hoy, en las cosas de comer: cualquier etiqueta, un simple envoltorio se bastaban por sí mismos para decantar la balanza en aquella competencia desleal; lo que venía en bote, el melocotón, por ejemplo, tenía todas las de ganar sobre lo cogido del árbol, peras o manzanas.
Las libretas las comprábamos en la cantina, que era el único establecimiento abierto en el pueblo, y en el que se vendía de todo, desde comestibles y dulces (aceite, sal, azúcar, arroz, legumbres, latas de conservas, tabletas de chocolate, caramelos…) hasta zapatos y alpargatas, además de pequeñas herramientas (tenazas, leznas, piedras de afilar…), clavos y puntas, cerillas y tabaco, sobres y papel de escribir cartas, lapiceros, gomas de borrar, plumines, papel secante… (pero esto último, lo del material escolar, mejor lo dejo para otro día).  
En la escuela teníamos una libreta para todo, porque entonces no había asignaturas, ni exámenes, ni notas, que se aprendía todo por derecho y de un montón. Y cuando se nos acababa una, pedíamos en casa unas perronas o un real de los de cincuenta céntimos y acudíamos corriendo a la cantina a comprar otra nueva. Era algo que nos hacía mucha ilusión, el estrenar libreta (tanta o casi como estrenar zapatos, ya que esto solo ocurría muy de tarde en tarde, cuando los de los hermanos mayores ya no nos valían, y se nos olvidaba de una vez para otra, la ilusión), y procurábamos por eso gastarla lo antes posible; de ahí que a los pocos días de haberla adquirido estábamos ya deseando que se hiciera vieja, y con ese fin emborronábamos algunas hojas, o arrancábamos disimuladamente de vez en cuando otras, o, ya en las últimas, hacíamos la letra más grande, o saltábamos algún renglón, o copiábamos el resumen de la lección dos veces, o calcábamos mapas por calcar.
En el seminario, y supongo que en los colegios de frailes y de monjas lo mismo, dimos al respecto de lo pedagógico un gran salto cualitativo –por aquellos años se daban muchos de este tipo, y también de los otros, los cuantitativos, y en todos los rangos y órdenes, así del saber como de la realidad histórica, de la teoría como de la praxis-, pues pasamos a hacer exámenes, a sacar notas y a tener una libreta para cada asignatura (otra grandísima novedad, lo de las asignaturas, y el que exigiera cada una su correspondiente libro de texto aún mayor). Vamos, que fue venir del pueblo y entrar de lleno en los recintos del conocimiento, algo así como ascender en una sola temporada de regional a primera división.
Como veníamos de muchos pueblos distintos, desapareció de repente la unanimidad a la hora de nombrar las cosas, y, en el caso de las libretas, unos las llamaban así y otros, en cambio, los que procedían de pueblos más adelantados, donde se hablaba más fino, decían cuadernos. Ocurrió también que las libretas o cuadernos que vendían en la recadería del seminario eran además mucho más grandes, con el doble de páginas, y con las tapas duras y resistentes, y con un rectángulo abajo para poner el nombre y el curso (el curso, otra cosa nueva también, otro adelanto, porque en la escuela del pueblo no los había, el maestro nos tenía a todos juntos y si acaso nos distinguía por las mesas, o por la ristra de números en las cuentas que nos mandaba para casa en la pizarra, o por el tamaño de la vara que colocaba encima de su mesa cuando nos llamaba para dar la lección).
Estos cuadernos –fue el nombre que prevaleció: lo fino se imponía siempre sobre lo más rústico en aquella época, y libreta pasó a designar la de tamaño más pequeño, como las que llevaban los tratantes y tenderos en el bolsillo superior de la bata o del guardapolvo para hacer las cuentas-, estos cuadernos, digo, teníamos la obligación de cuidarlos bien, porque lo normal era que nos duraran por lo menos un trimestre, y había profesores que los pedían y todo para revisarlos antes de poner la nota, y ya no valía entonces lo de emborronarlos y arrancar hojas, pues contaba también lo esmerado de la presentación, y que no faltara ningún ejercicio ni nada de lo explicado en clase, y que estuvieran escritos con buena letra, sin tachaduras y con márgenes a los dos lados. ¡Menuda labor, llegar a final de trimestre, en Navidad y Semana Santa, con el cuaderno ordenado y limpio, y con todo lo aprendido allí dentro para que no se nos escapara! Algo nos ayudaba en este menester el hecho de que muchos, en lugar de grapados o pegados con cola, vinieran ya con anillas o espirales, lo cual resultaba una gran ventaja, pues nos permitía arrancar impunemente alguna hoja sin dejar rastro, los curas ni se enteraban.
Luego en el instituto –el masculino, el Padre Isla; las chicas iban al femenino, el Juan del Enzina: eran los dos únicos que había en León-, en el último curso de bachillerato y sobre todo en el COU, el cuaderno empezó a no contar, o muy poco, porque los profesores ya no se preocupaban de esas menudencias, solo de explicar en la hora de clase –por algo eran todos agregados o catedráticos, aunque había también algún penene-, y el resto allá cada uno se las apañara por su cuenta: la cuestión era aprobar los exámenes y lo demás no tenía importancia. Conque adiós a los cuadernos y libretas, pues con uno o una grande y de muchas hojas, y a ser posible cuadriculadas –para dibujos más que nada, en las clases de arte por ejemplo, o de ciencias naturales-, ya había bastante.
En la universidad, ni libretas ni cuadernos ni nada: los profesores a soltar sabiduría y los discípulos a tomar apuntes y copiar bibliografía (lo de consultarla luego o no ya era otro cantar). Coincidió encima por aquellos años, los primeros de la década de los setenta, con la moda de los folios, con lo cual requiescat in pace definitivo para los pobres cuadernos y libretas.      
Lo anterior, como discente. Desde el otro lado, el de la tarima –mientras duró, que no fue mucho, pues los pedagogos se apresuraron enseguida a dictaminar que establecía jerarquía, o sea que socavaba los pilares de la enseñanza-, recomendé durante bastantes años, cerca de treinta, el uso de un cuaderno o libreta en exclusiva para la asignatura que yo impartía (e incluso obligué a hacerlo, en algunos cursos), y el alumnado –de esta forma nos enseñaron que había que decir- ponía todo el empeño en presentarlos bien cuidados y yo en devolvérselos generosamente valorados.
Así hasta que llegaron las nuevas tecnologías (cada alumno con su portátil y el profe afanándose allí delante con sus power points, el moodle, el proyector, la pizarra electrónica…) y las sacrosantas recomendaciones (léase imposiciones) de la nuevas pedagogías, con las que conviví más o menos amistosamente los últimos seis o siete años.


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