Emily Dickinson
El 15 de mayo de 1886 moría en Amherst
(Massachusetts), el mismo pueblecito cercano a Boston donde había nacido en
1830, Emily Dickinson.
Hija de un prestigioso abogado, por el que sintió
siempre un profundo respeto, se educó en un ambiente rígidamente puritano. Una
decepción sentimental la empujó a llevar una vida solitaria y retirada en su
casa familiar. Vestida siempre de blanco -parece que en homenaje a su platónico amor
perdido-, las tareas domésticas y la escritura de sus poemas constituyeron
durante toda su vida su única ocupación. (Cuando en cierta ocasión le
preguntaron por qué no salía a recorrer mundo, contestó que el simple hecho de
existir ya le bastaba, que con eso tenía bastante.) La muerte de su padre acentuó su soledad y
retraimiento, lo que no impidió una segunda experiencia amorosa, también de
tinte platónico.
Como tantas veces ocurre, en vida solo pudo ver impresos dos poemas, nada más. Cuatro años después de su
muerte, en 1890, su hermana Lavinia logró publicar un volumen con ciento quince, al que siguieron posteriormente diferentes recopilaciones. Pero hubo
que esperar aún un tiempo, hasta la década de 1920, para que su poesía obtuviese
el reconocimiento público de críticos y lectores. Hoy, la obra de Emily
Dickinson –unos mil seiscientos poemas, la mayoría de corta extensión- es unánimemente reconocida como una de las cumbres de la
lírica norteamericana.
En correspondencia con su vida apartada y discreta, su poesía es del todo extraña
a las corrientes literarias de su tiempo y de su país, tan extraña que pocos de
sus contemporáneos llegaron a pensar que pudiera ser algún día publicada.
Respirando siempre el mismo aire de las colinas de Amherst, paseando por su
jardín y escribiendo en su habitación, Emily Dickinson encontró en las pequeñas
maravillas y tragedias de la existencia el tema de su quehacer poético. Con una
caprichosa abundancia de guiones, comillas y mayúsculas, sus poemas, moldeados
siempre por la idea y el sentimiento, hablan del sufrimiento y del miedo, de la
angustia y de la duda, de la muerte, pero también del júbilo de vivir, del
asombro ante los misterios del mundo, de la esperanza y de los sueños. El
laconismo, el ritmo entrecortado, los destellos intuitivos que sacuden como un
escalofrío la aparente simplicidad formal son algunos de sus rasgos más
característicos.
¡Soy Nadie! ¿Quién eres tú?
¡Entonces ya somos dos!
¡No lo digas! Nos desterrarían, ya sabes.
¡Qué terrible ser... Alguien!
¡Qué público, como una rana,
decir tu nombre, todo el santo junio,
a una charca en admiración!
(Traducción de José Mª
Valverde)
Un
sueño largo, largo, un famoso sueño,
que señales
no da de que se está acercando
el día, pues
no mueve ni un párpado el durmiente:
un sueño
independiente y apartado.
¿Pereza como
ésta se vio nunca?
En orilla de
piedra,
bajo el
calor, dejar pasar los siglos
y ni una vez
mirar si el mediodía llega.
(Traducción
de Marià Manent)
Morir
no duele mucho:
nos
duele más la vida.
Pero
el morir es cosa diferente,
tras
la puerta escondida;
la
costumbre del Sur, cuando los pájaros
antes
que el hielo venga,
van
a un clima mejor. Nosotros somos
pájaros
que se quedan:
los
temblorosos junto al umbral campesino,
que
la migaja buscan,
brindada
avaramente, hasta que ya la nieve
piadosa
hacia el hogar nos empuja las plumas.
(Traducción de Marià
Manent)
Llamarse Nadie a Ulises le sirvió para salvar la vida, a Emily Dickinson para comenzar un poema.
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