Dos novelistas representativos de sus épocas respectivas, dos formas de ver
el mundo y de contarlo.
Balzac representa la novela clásica, que es lo mismo que decir la novela
realista del XIX, una novela que se propone, como principal objetivo, ser un
reflejo fiel de la realidad contemporánea, "un espejo a lo largo del
camino", en palabras de Stendhal, que cuente unos hechos verosímiles
protagonizados por personajes "copiados del natural", y en lugares
reconocibles. Las calles de las ciudades, la vida y las preocupaciones
cotidianas de sus habitantes sustituyen al claro de luna y al ensueño
románticos. La observación reemplaza a la fantasía, la crónica social al
sentimiento. El mundo es más o menos ordenado, y la forma de contarlo responde
a esa visión.
Nada de extraño tiene, según esto, que Balzac se propusiera la ímproba
tarea de presentar la Francia de su época en sus novelas ("Quiero explicar
mi siglo", dijo), y que las agrupara bajo el título general de La comedia
humana, por contraposición a la Divina
Comedia de Dante, a quien acaso pretendiera emular. Escribió en total
noventa y siete, con el propósito declarado de “hacerle la competencia al
registro civil”, para lo cual debían aparecer en ellas "todos los tipos y
todas las posiciones sociales", sin olvidar ni "un carácter de hombre
o de mujer, una profesión, un aspecto social". Él mismo las subdividió a
su vez en diferentes series: Escenas de
la vida privada, Escenas de la vida en provincias, Escenas de la vida parisina,
Escenas de las vida política, Escenas de la vida militar, Escenas de la vida en
el campo… A esa ambiciosa labor responden los títulos más conocidos, como La piel de zapa, Eugénie Grandet, Papá Goriot o la que me atrevo a recomendarles, Las
ilusiones perdidas (1843), novela de aprendizaje en la que se narra la desventurada
peripecia vital de Lucien de Rubempré, un poeta de origen provinciano que se
traslada a París con el ánimo de alcanzar la gloria literaria. Aunque sus
esperanzas, como suele ocurrir y el propio título de la novela advierte, se
verán pronto frustradas...
La novela del siglo XX a la que Rulfo pertenece es otra cosa. Las corrientes irracionalistas en el pensamiento ponen en duda la pretensión de explicar objetivamente el mundo, la coherencia lógica del desarrollo narrativo es sustituida por una visión nueva que destruye la impresión de ordenada solidez de la realidad.
Los temas se renuevan, y uno de los más recurrentes es la crisis de valores
de la sociedad contemporánea. El mundo que se refleja es, si no caótico, por lo
menos inquietante y misterioso. De ahí que prevalezca en la mayoría de los
casos una perspectiva desengañada y pesimista. Con frecuencia se bucea en el subconsciente
y la parte más oscura del ser para indagar en las raíces de la condición humana.
Y lo mismo ocurre con los procedimientos narrativos, a los que se concede
particular importancia, tendiendo por ello a experimentar nuevas formas en el
arte de contar, hasta tal punto que en ocasiones el cómo se cuenta tiene
tanto interés como lo que se cuenta. El narrador se vuelve subjetivo y se
fragmenta o se diversifica en múltiples perspectivas. Si la existencia y el
mundo son complejos y confusos, por qué no va a serlo también su reflejo
literario.
Juan Rulfo, fallecido
en 1986, es autor de un libro de cuentos, El
llano en llamas (1953), y de una novela no muy extensa, Pedro Páramo (1955),
ambientada en un pueblo muerto habitado por fantasmas, el mítico Comala, adonde
llega Juan Preciado en busca de su padre muerto: “Vine
a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi
madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera”,
son las palabras, ya anotadas en otra entrada de este blog -la correspondiente
a Los mejores comienzos de novela- con
que da comienzo el relato.
Comala, un pueblo “sobre las brasas de la tierra, en la
mera boca del infierno”, un lugar de muertos vivientes cuyos rostros se
transparentan “como si no tuvieran sangre”, forma parte por derecho propio, junto con el
condado de Yoknapatawpha (William Faulkner), Santa María (Juan Carlos Onetti) o Macondo (García
Márquez), de los espacios universalmente simbólicos de la literatura moderna.
Transcribo unas líneas -y ya termino, que parece esto
una clase aburrida- de Pedro Páramo
(la que así se expresa es Dorotea, uno de los personajes femeninos de la novela):
Estoy
acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el
mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos
las dos para dormir. Entonces yo dormía su lado, en un lugarcito que ella me
hacía debajo de sus brazos.
Creo
sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros
con que ella arrullaba mi sueño. Creo sentir la pena de su muerte… Pero esto es
falso.
Estoy
aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no
estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un
cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy
muerta.
Siento
el lugar en que estoy y pienso…
Pienso
cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de
los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que
llenaban son su olor el viejo patio. [...]
Y
los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían;
dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas
y reían. Era esa época.
En
febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz
azul. Me acuerdo.
Mi
madre murió entonces. […]
Nadie vino a
verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie
anda en busca de tristezas.
Al escultor Auguste Rodin le fué encomendado realizar una escultura de Balzac, quiso Rodin plasmar la esencia de su personalidad en ella, no lo consiguió a juicio de la Societé des Gens de Lettres y a semejanza de Lucien de Rubempré Rodin se quedó con la escultura en espera de tiempos mejores.
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