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martes, 5 de mayo de 2015

Palabras y cosas

Aseguran los lingüistas que las palabras son signos convencionales, simples secuencias de sonidos que designan un significado con el que no guardan relación alguna más allá de la estrictamente establecida por el uso. Vamos, que únicamente por puro convenio o pacto original entre los hablantes de una lengua, una palabra como ‘árbol’ significa eso que todos nos figuramos enseguida al oírla o escribirla, y lo mismo ‘mesa’ y cualquiera otra. Dicho de otra manera, que es la costumbre la que ha impuesto una palabra u otra (y la prueba es que cada lengua dispone de una palabra distinta para llamar a la misma cosa), que no hay parecido ninguno entre los nombres y las cosas a las que nombran; por ejemplo, entre la palabra ‘silla’ y el objeto silla, que lo mismo que se llama así podría haberse llamado ‘lápiz’ y no habría pasado nada.
Ahora bien, ¿sería la rosa como es si se llamara de otra manera?
Y si se decidiera o se nos obligara a cambiar los nombres y tuviéramos que llamar rata a la paloma y paloma a la rata, ¿cambiaríamos con los nuevos nombres la percepción y consideración que tenemos de una y otra? ¿Les enseñaríamos a los niños que la rata es el símbolo de la paz y la dibujarían ellos con una ramita de olivo en el pico? ¿Les echaríamos a las ratas migas de pan para que nos rodearan los pies y se nos posaran en el hombro? ¿Les dejaríamos a nuestros hijos jugar con ellas y que les picotearan en las manos? Y las palomas, ¿las perseguiríamos con saña, decididos a exterminarlas, y huiríamos de ellas como de la peste? 
Sí, ya sé que es una ingenuidad, pero a uno le da a veces por pensar cosas así.

(También sobre esta ingenuidad, más bien infantil en este caso, se habla en uno de los relatos de mi libro Años de guardar, el que lleva por título El pico de las palabras:

“Hablando de ideas, pasado un tiempo nos vino la de que por qué llamábamos a las cosas con unas palabras y no con otras. Por ejemplo, por qué a un pájaro le decíamos pájaro y no piedra, y por qué a un árbol no le podíamos nombrar por lumbre, o por cuchillo o por otro nombre cualquiera. Y así me dio por escribir un día en el cuaderno lo que sigue:

La nube tiene ocho libros y dos montes. En cada libro se sientan cuatro ríos y en los montes, dos. El libro del señor lapicero es el más grande y en vez de una camisa tiene un camisón. En las tijeras hay colgados tres campos. La nube está al lado del camino y de la manzana, y para mirar y que entre la torre tiene cinco golondrinas. La luna de la libreta de la nube la guarda el señor lapicero en el campanario.

O sea, poniendo las palabras que tenemos por costumbre:

La escuela tiene ocho mesas y dos pupitres. En cada mesa se sientan cuatro niños y en los pupitres, dos. La mesa del señor maestro es la más grande y en vez de una silla tiene un sillón. En las paredes hay colgados tres mapas. La escuela está al lado del río y de la puente, y para mirar y que entre la luz tiene cinco ventanas. La llave de la puerta de la escuela la guarda el señor maestro en el bolsillo.)

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