Aseguran
los lingüistas que las palabras son signos convencionales, simples secuencias
de sonidos que designan un significado con el que no guardan relación alguna
más allá de la estrictamente establecida por el uso. Vamos, que únicamente por
puro convenio o pacto original entre los
hablantes de una lengua, una palabra como ‘árbol’ significa eso que todos nos
figuramos enseguida al oírla o escribirla, y lo mismo ‘mesa’ y cualquiera otra.
Dicho de otra manera, que es la costumbre la que ha impuesto una palabra u otra
(y la prueba es que cada lengua dispone de una palabra distinta para llamar a
la misma cosa), que no hay parecido ninguno entre los nombres y las cosas a las
que nombran; por ejemplo, entre la palabra ‘silla’ y el objeto silla, que lo
mismo que se llama así podría haberse llamado ‘lápiz’ y no habría pasado nada.
Ahora
bien, ¿sería la rosa como es si se llamara de otra manera?
Y
si se decidiera o se nos obligara a cambiar los nombres y tuviéramos que llamar
rata a la paloma y paloma a la rata, ¿cambiaríamos con los nuevos nombres la
percepción y consideración que tenemos de una y otra? ¿Les enseñaríamos a los
niños que la rata es el símbolo de la paz y la dibujarían ellos con una ramita
de olivo en el pico? ¿Les echaríamos a las ratas migas de pan para que nos
rodearan los pies y se nos posaran en el hombro? ¿Les dejaríamos a nuestros
hijos jugar con ellas y que les picotearan en las manos? Y las palomas, ¿las
perseguiríamos con saña, decididos a exterminarlas, y huiríamos de ellas como
de la peste?
Sí,
ya sé que es una ingenuidad, pero a uno le da a veces por pensar cosas así.
(También sobre esta ingenuidad, más bien infantil en este caso, se habla en uno de los relatos de mi libro Años de guardar, el que lleva por título El pico de las palabras:
“Hablando de ideas,
pasado un tiempo nos vino la de que por qué llamábamos a las cosas con unas
palabras y no con otras. Por ejemplo, por qué a un pájaro le decíamos pájaro y
no piedra, y por qué a un árbol no le podíamos nombrar por lumbre, o por
cuchillo o por otro nombre cualquiera. Y así me dio por escribir un día en el
cuaderno lo que sigue:
La
nube tiene ocho libros y dos montes. En cada libro se sientan cuatro ríos y en
los montes, dos. El libro del señor lapicero es el más grande y en vez de una
camisa tiene un camisón. En las tijeras hay colgados tres campos. La nube está
al lado del camino y de la manzana, y para mirar y que entre la torre tiene
cinco golondrinas. La luna de la libreta de la nube la guarda el señor lapicero
en el campanario.
O sea, poniendo las
palabras que tenemos por costumbre:
La
escuela tiene ocho mesas y dos pupitres. En cada mesa se sientan cuatro niños y
en los pupitres, dos. La mesa del señor maestro es la más grande y en vez de
una silla tiene un sillón. En las paredes hay colgados tres mapas. La escuela
está al lado del río y de la puente, y para mirar y que entre la luz tiene
cinco ventanas. La llave de la puerta de la escuela la guarda el señor maestro
en el bolsillo”.)
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