Algunos
días, cuando no tengo más que hacer, por matar el tiempo, o por el puro afán de
revolver, o para echar de casa la melancolía la tarde de los domingos, o por
emular a los académicos –que se pasan la vida limpiando, fijando y dando
esplendor-, me da por aventar la biblioteca (los bibliotecarios lo llaman
expurgar), para que se airee un poco, y para hacer sitio a los nuevos
inquilinos que esperan casa propia, a ser posible con buenas vistas,
amontonados de cualquier manera en el suelo, o apilados en un rincón del
pasillo.
Una
vez depositados en el banco, y mientras ellos aguardan, suelo retirarme un poco
y me quedo acechando con la esperanza de que caigan en buenas manos.
Los
que pasan se los quedan mirando, al principio con una cierta desconfianza, y
los hay que se apartan, como si no fuera con ellos o sospecharan algo, y los
hay, en cambio, que se acercan y más o menos disimuladamente echan una ojeada a
su alrededor, como para cerciorarse de
que nadie los observa, y enseguida, una vez comprobado que nadie se fija en
ellos, se agachan discretamente, ojean los títulos, los separan un poco si
están apilados para verlos mejor, hojean con recato algunos, los palpan, los
sopesan, y o bien tornan a dejarlos con mucho miramiento o los recogen para
llevárselos, y en este último caso vuelven a comprobar que nadie los mira,
componen la figura, los aferran contra un lado del pecho o los dejan colgando
de la mano y se van, yo creo que apresurando un poco el paso, como si no
estuvieran seguros de haber obrado bien o como si hubieran cometido algún
pequeño delito. Aunque también los hay que sin más y apenas sin detenerse y sin
ninguna consideración les echan mano como quien encuentra un billete de cinco
euros en el suelo y no quiere saber nada, satisfecho con su buena suerte.
Solo cuando todos han encontrado nuevo dueño me quedo tranquilo. Y si no es así, es decir, si alguno se ha quedado huérfano en el banco, vuelvo a por él y me lo llevo a casa, a no ser que encuentre por el camino algún otro emplazamiento estratégico y repita allí, ahora con éxito, la misma operación. La puerta de una clínica es de los mejores, porque la gente que entra piensa que un libro puede hacerles compañía en las esperas y la que sale es propensa a la compasión y los buenos sentimientos. Y, si hace falta, entro en un bar y lo dejo como en un descuido sobre la barra, en la seguridad de que los camareros lo recogerán y lo guardarán detrás de la caja para no aburrirse cuando escasee el personal, o se lo regalarán a los mejores clientes, a los clientes más lectores, que eso es algo que enseguida se nota, y los camareros tienen para todas esas cosas un ojo muy fino.
Cualquier
cosa antes que dejarlos desamparados y que tengan que pasar la noche a la
intemperie y sin una balda, una mesa o un cajón donde descansar.
Solo cuando todos han encontrado nuevo dueño me quedo tranquilo. Y si no es así, es decir, si alguno se ha quedado huérfano en el banco, vuelvo a por él y me lo llevo a casa, a no ser que encuentre por el camino algún otro emplazamiento estratégico y repita allí, ahora con éxito, la misma operación. La puerta de una clínica es de los mejores, porque la gente que entra piensa que un libro puede hacerles compañía en las esperas y la que sale es propensa a la compasión y los buenos sentimientos. Y, si hace falta, entro en un bar y lo dejo como en un descuido sobre la barra, en la seguridad de que los camareros lo recogerán y lo guardarán detrás de la caja para no aburrirse cuando escasee el personal, o se lo regalarán a los mejores clientes, a los clientes más lectores, que eso es algo que enseguida se nota, y los camareros tienen para todas esas cosas un ojo muy fino.
Es de ser agradecidos el que acompañes los libros hasta que otra criatura les acoja, pasar de un lugar conocido a otro desconocido las letras no lo soportan y se congelan haciéndose una amalgama de caracteres ilegibles.
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