En los treinta y muchos años que fui profesor (oscuro profesor, que
dice el tópico, como la inmensa mayoría, y a mucha honra), aprendí muchas
cosas, tantas como enseñé, o más si cabe.
Hablaré ahora de las que tienen que ver con la pedagogía, y las citaré
por el orden cronológico en que las aprendí (todas, claro está, a fuerza de
experiencia, madre de la sabiduría según los antiguos).
La primera, que las doctrinas o normas pedagógicas no sirven para gran
cosa (o para casi nada, si se me permite la impertinencia de ser sincero).
La segunda, que lo que se enseña sin vivirlo y sin sentirlo (esto es,
sin pasión, o peor aún, con desgana) produce los mismos resultados que pedir
peras al olmo o predicar en el desierto.
La tercera –y ocupa, mal que me pese, este lugar, porque fue la última
que aprendí, y bien que lo lamento–, que hay que querer a los alumnos.
Queriéndolos, se transmite involuntariamente y sin esfuerzo alguno –en el tono
de la voz, en los gestos, en la disposición afable y paciente... – algo tan
fundamental en toda relación humana como es el afecto. Los alumnos lo perciben enseguida,
y corresponden con creces.
De manera que el afecto, se podría concluir, es el único criterio
pedagógico que surte efecto. (Quien lo probó lo sabe, que dijera Lope de Vega,
aunque refiriéndose a los desconciertos y extravíos del amor.)
El comentario del oscuro profesor sería para tenerlo como lección a comienzo de curso.
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