Si, como es sabido, fue la especie humana la que
apareció en la vida de los árboles, y no al revés, los más de 300.000 que hoy
adornan y oxigenan la ciudad de Barcelona deberían tener tanto o más derecho
que nadie a vivir cómoda y tranquilamente en ella. Y también a respirar sano, y
a ser tratados con el debido respeto, y a recibir los cuidados oportunos. Dos
terceras partes de esa considerable arquitectura verde, o sea, 200.000, decoran
y mitigan los rigores de calles y plazas, 30.000 sombrean los parques y el
resto, en torno a 70.000, crecen en las zonas forestales.
Los hay de casi todas las especies: plátanos de
sombra (como los 300 ejemplares, plantados hacia mediados del siglo XIX, que se
alinean en la Rambla), encinas (por ejemplo, las 45 que arraigan en la
mismísima plaza de Catalunya desde principios del pasado siglo), palmeras y
acacias de diferentes clases, tilos, castaños, cipreses, magnolios, almeces,
naranjos amargos, sauces llorones, arces, olmos, álamos, chopos, moreras,
árboles del amor... También robles, algarrobos, fresnos y olivos (en el parque
Cervantes), y hasta un tejo, en los jardines de la vieja Universidad.
Por no hablar de los pertenecientes a diversas
especies exóticas: la casuarina o pino marítimo de Australia, el cedro del
Himalaya (también el del Atlas y el del Líbano), el aligustre de Japón, el olmo
de Siberia, el jabonero de la China, la séfora o árbol de las pagodas, la
tipuana o palo rosa, el árbol de la seda o acacia de Constantinopla, el naranjo
de Luisiana, el jacarandá y el palo borracho, originarios de Sudamérica...
Algunos de ellos, como el ginkgo de los jardines de
la Universidad, plantado hacia 1900 y con más de 20 metros de altura, o el majestuoso
ombú o bellasombra, de procedencia argentina, en la plaza de Francesc Macià,
figuran entre los más emblemáticos de la ciudad.
(La Razón, 1 de julio de 2019)
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