A mediados de junio se acababa la escuela y empezaba el verano, que era una
sucesión de días azules que no iba a terminar nunca.
El verano
entonces, cuando el mundo estaba bien hecho y las horas se detenían lo que les
daba la gana en los relojes, eran las cerezas, que coloreaban en apretados
racimos en las huertas que rodeaban el pueblo; y si no las teníamos propias,
las buscábamos de noche en finca ajena, vigilando uno que no viniera el amo
mientras los demás tiraban de las ramas bajeras, que solían ser las más
castigadas por la codicia de los viandantes, por eso a veces no había más
remedio que trepar tronco arriba hasta la copa, donde se ofrecían siempre las
mejores, las más gordas y maduras, también las más dulces, de ahí que fueran
las preferidas de los pájaros.
El verano eran los partidos de fútbol, con pelota de goma (los balones de cuero,
o de reglamento, tardaron unos años en llegar, y los traía solo algún
veraneante para darnos envidia), en las eras al mediodía mientras los mayores
dormían la siesta, o los domingos por la tarde en alguna pradería del contorno,
con improvisadas porterías de dos palos clavados en el suelo.
El verano eran las labores de la recolección de la hierba y de la trilla en
la era, con los ásperos paréntesis en que tocaba guardar el ganado, un día
entero de exilio en el monte que se teñía de destierro si caía en festivo o
conllevaba la obligación de dormir en el chozo, toda la noche oyendo los
cencerros de las vacas que luego al volver a casa seguían resonando sin parar
en la cabeza a todas horas hasta bien entrado el sueño.
El verano eran los días que galopaban cada vez más deprisa en el calendario
en cuanto septiembre empezaba a amarillear en el horizonte.
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