–¡Los americanos ya están en la Luna!
Nos detuvimos un momento a mirarla, recién salida de
detrás de los montes y quieta allí en una esquina del cielo, como pidiendo
permiso para entrar.
El salón parroquial estaba abarrotado y un locutor
de voz algo pastosa repetía sin misericordia datos sobre el cohete y la
distancia recorrida, la órbita terrestre y la fuerza de gravedad…
El señor cura bajó el volumen hasta casi enmudecer
el aparato y dijo que íbamos a asistir a un acontecimiento histórico, la
llegada del hombre a la Luna, pero que nadie se engañara, porque a pesar de los
avances de la ciencia, arriba estaba Dios, al que le hubiera bastado con soplar
aquella tarde para que el cohete de los americanos volase por los espacios como
una paja por el aire de las eras…
El alcalde quiso también decir unas palabras, pero
el señor cura zanjó la tentativa con un aspaviento.
La imagen que todos esperábamos ver, la de los
astronautas pisando la Luna, tardaba en aparecer y algunos, solicitados por el
sueño, se fueron marchando.
En la pantalla volvían a aparecer las imágenes del
despegue del Apolo X en Cabo Cañaveral, con la larguísima estela de humo que
soltaba según se iba alejando cielo arriba, y las caras serias de los científicos
de la NASA pegadas a las máquinas llenas de botones desde las que controlaban
todos los detalles del viaje.
Eran casi las tres de la madrugada cuando Neil
Amstrong bajó de la nave y pisó el suelo de la Luna.
El silencio expectante estalló finalmente en
aplausos, con el alcalde y el señor cura pugnando por ver quién era el que más
ímpetus ponía en la celebración.
Se lo expliqué todo a mi abuela a la mañana
siguiente y ella se me quedó mirando, muy seria:
–¡Ay, alma de cántaro!
(La Razón, 21 de julio de 2019)
No hay comentarios:
Publicar un comentario