"Es más útil leer a Shakespeare que ir al
psicólogo", decía el psiquiatra británico Theodore Dalrymple en una
entrevista aparecida la semana pasada en este periódico. Y uno,
instintivamente, tiende a darle la razón. Shakespeare, o Cervantes, o Tolstoi, a
cualquiera se puede acudir, y en cualquier momento, que ahí están siempre sus
libros esperando la mano amiga que los abra.
Porque los libros están hechos de vida, y sus autores,
que han dejado en ellos lo mejor de sí mismos, pasaron muy probablemente por
las mismas pruebas y zozobras que nosotros sus lectores y sobrellevaron tal vez
idénticas vicisitudes y parecidas adversidades. Y en esa sustancia que nutre
cada una de sus páginas podemos aprender los secretos de la alegría y de la
tristeza, de la ira y de la mansedumbre, de la pasión y de la melancolía. O descubrir
los entresijos de la ambición, la envidia, el rencor, la desesperanza, la
soledad... Tanto es así que no hace mucho se publicó un volumen con este título:
Manual de remedios literarios. Cómo curarnos con libros.
Y da igual el género: la novela, que es espejo de la
vida; la poesía, que destila sentimientos; el teatro, que confronta pareceres y
conductas... A buen seguro que en algún momento tropezarán los ojos con el
párrafo que retrata nuestra circunstancia, el verso que trae amparo y emoción o
las palabras que nos sirven de consuelo.
Ya lo dijo Michel de Montaigne, que pasó sus
últimos años recluido en la torre del castillo donde tenía su biblioteca:
"No hay dolor en la vida que no puedan curar dos horas de lectura". Sin
duda hablaba por experiencia, de ahí que sea otro de los autores a los que
resulta siempre provechoso consultar.
En fin,
que a lo mejor es en los libros donde se curan las heridas, incluidas las que
más duelen, que son las del desamor.
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