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jueves, 8 de diciembre de 2016

Contra el comentario de textos

Afortunadamente parece que ha pasado al olvido, que fue una moda efímera. Pero causó estragos, sobre todo en los años en que estuvo de moda, desde mediados de los 70 hasta bien entrado el nuevo siglo, y arruinó la enseñanza de la literatura, y alejó a los adolescentes y jóvenes estudiantes de la lectura, y con qué devoción fue seguida mientras duró... Tanta, que hasta las editoriales se animaron a publicar por aquellos años un buen número de manuales sobre el particular, que fueron la panacea y el vademécum de estudiantes y profesores; y se llevó entre todos la palma el titulado Cómo se comenta un texto literario, de Lázaro Carreter, que en 1976 iba ya por la decimocuarta edición, la que un servidor adquirió y conserva, y aún siguió vendiéndose como rosquillas un montón de años más.
Herramienta estéril y esterilizadora, convirtió el texto literario en poco menos que un arduo problema matemático.
Con más razón que todos los santos del paraíso juntos han advertido desde siempre un sinfín de escritores –o creadores, como ahora se les llama– que una obra no se escribe para ser comentada, sino para ser leída, y disfrutada. Algo que parece elemental para todo el mundo, menos para los programadores educativos y expertos didácticos y pedagogos de despacho, empeñados en que en el texto, narrativo, lírico, teatral, ensayístico, etc., había que, primero, localizarlo y contextualizarlo, esto es, situarlo en el contexto o marco histórico, social y literario correspondiente; luego encontrar por fuerza y como fuera una estructura, formal y de contenido, externa e interna (exposición de la idea principal, desarrollo y conclusión, o presentación, nudo y desenlace, y deslindar hasta dónde, hasta qué verso o hasta qué párrafo o frase llegaba cada una de esas partes, y las fronteras debían ser precisas, estaban delimitadas, el autor las había trazado así deliberadamente y era obligación del estudiante metido a comentarista averiguarlo, no podía haber dudas, todo estaba claro);  rastrear y detectar a continuación una retahíla cuanto más larga mejor de figuras retóricas (metáforas, metonimias, sinécdoques, antítesis, paradojas, paronomasias, retruécanos, epanadiplosis, zeugmas, similicadencias...), y si no se encontraban es que el comentario fallaba; distinguir después entre tema y argumento si era una narración ¡y entre asunto y tema si se trataba de un texto poético!, hecho lo cual había en fin que establecer al final una síntesis de lo expuesto en forma de conclusión; y otras menudencias de cuyo intríngulis no quiero acordarme, todas del mismo paño y cortadas por el mismo patrón (como el apartado, obligatorio ya en un cierto nivel, del estudio lingüístico, que había de desglosarse en los siguientes subapartados, a saber: plano fonético-fonológico, plano morfosintáctico y plano léxico-semántico). Y era tabú, estaba expresamente prohibido deslizar en el comentario el gusto personal, la opinión favorable o desfavorable, pues se consideraba que el comentario debía ser objetivo como si de un análisis científico se tratara, de modo que expresar las razones por las que a uno le había parecido o no interesante el texto era anatema, tachadura conminatoria al canto, llamada al orden con rotulador rojo asegurada.
Y así con total impunidad reinó durante muchos años en las aulas, aplicada con saña y fervor, la nueva receta pedagógica, arma de deslumbrante diseño estructuralista y de funestos efectos, directos y colaterales, sobre el gusto lector y la afición por la literatura, y muy en particular se dejaron sentir esos efectos en la parcela de más fácil asalto, la poesía, martirizada hasta la extenuación por el afán de interpretarla y encontrar siempre en ella símbolos y significados ocultos, léase por buscarle tres pies al gato.  
Qué contrasentido, venga a analizar y escrutar y desmenuzar y triturar y diagnosticar textos en lugar de, sencillamente, leerlos y disfrutarlos y, en la medida de lo posible, entenderlos. 
Y para esto último estaban y están los profesores, y no para apabullar con rígidos esquemas metodológicos y aturullar con plantillas fijas de inflexible ejecución y aturdir con enrevesadas cuestiones teóricas previas. Que basta que alguien tenga que explicar al final lo leído para que se le quiten las ganas de empezar a leer, conque fácilmente puede imaginarse lo que sentiría un adolescente obligado a aplicar con rigor y sin saltarse un solo paso el método descrito. 

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