Afortunadamente
parece que ha pasado al olvido, que fue una moda efímera. Pero causó estragos,
sobre todo en los años en que estuvo de moda, desde mediados de los 70 hasta
bien entrado el nuevo siglo, y arruinó la enseñanza de la literatura, y alejó a
los adolescentes y jóvenes estudiantes de la lectura, y con qué devoción fue
seguida mientras duró... Tanta, que hasta las editoriales se animaron a
publicar por aquellos años un buen número de manuales sobre el particular, que
fueron la panacea y el vademécum de estudiantes y profesores; y se llevó entre
todos la palma el titulado Cómo se
comenta un texto literario, de Lázaro Carreter, que en 1976 iba ya por la
decimocuarta edición, la que un servidor adquirió y conserva, y aún siguió
vendiéndose como rosquillas un montón de años más.
Herramienta estéril y esterilizadora, convirtió el texto
literario en poco menos que un arduo problema matemático.
Con
más razón que todos los santos del paraíso juntos han advertido desde siempre un
sinfín de escritores –o creadores, como ahora se les llama– que una obra no se
escribe para ser comentada, sino para ser leída, y disfrutada. Algo que parece elemental para todo el mundo, menos para los
programadores educativos y expertos didácticos y pedagogos de despacho,
empeñados en que en el texto, narrativo,
lírico, teatral, ensayístico, etc., había que, primero, localizarlo y contextualizarlo,
esto es, situarlo en el contexto o marco histórico, social y literario
correspondiente; luego encontrar por fuerza y como fuera una estructura, formal
y de contenido, externa e interna (exposición de la idea principal, desarrollo
y conclusión, o presentación, nudo y desenlace, y deslindar hasta dónde, hasta
qué verso o hasta qué párrafo o frase llegaba cada una de esas partes, y las
fronteras debían ser precisas, estaban delimitadas, el autor las había trazado
así deliberadamente y era obligación del estudiante metido a comentarista
averiguarlo, no podía haber dudas, todo estaba claro); rastrear y detectar a continuación una
retahíla cuanto más larga mejor de figuras retóricas (metáforas, metonimias,
sinécdoques, antítesis, paradojas, paronomasias, retruécanos, epanadiplosis, zeugmas,
similicadencias...), y si no se encontraban es que el comentario fallaba; distinguir
después entre tema y argumento si era una narración ¡y entre asunto y tema si
se trataba de un texto poético!, hecho lo cual había en fin que establecer al
final una síntesis de lo expuesto en forma de conclusión; y otras menudencias
de cuyo intríngulis no quiero acordarme, todas del mismo paño y cortadas por el
mismo patrón (como el apartado, obligatorio ya en un cierto nivel, del estudio
lingüístico, que había de desglosarse en los siguientes subapartados, a saber:
plano fonético-fonológico, plano morfosintáctico y plano léxico-semántico). Y
era tabú, estaba expresamente prohibido deslizar en el comentario el gusto
personal, la opinión favorable o desfavorable, pues se consideraba que el
comentario debía ser objetivo como si de un análisis científico se tratara, de
modo que expresar las razones por las que a uno le había parecido o no interesante el texto era anatema, tachadura conminatoria al canto, llamada al orden con rotulador rojo
asegurada.
Y así con total impunidad reinó durante muchos años en
las aulas, aplicada con saña y fervor, la nueva receta pedagógica, arma de
deslumbrante diseño estructuralista y de funestos efectos, directos y
colaterales, sobre el gusto lector y la afición por la literatura, y muy en
particular se dejaron sentir esos efectos en la parcela de más fácil asalto, la
poesía, martirizada hasta la extenuación por el afán de interpretarla y
encontrar siempre en ella símbolos y significados ocultos, léase por buscarle
tres pies al gato.
Qué contrasentido, venga a analizar y escrutar y
desmenuzar y triturar y diagnosticar textos en lugar de, sencillamente, leerlos
y disfrutarlos y, en la medida de lo posible, entenderlos.
Y para esto último estaban
y están los profesores, y no para apabullar con rígidos esquemas metodológicos y
aturullar con plantillas fijas de inflexible ejecución y aturdir con
enrevesadas cuestiones teóricas previas. Que basta que alguien tenga que
explicar al final lo leído para que se le quiten las ganas de empezar a leer, conque
fácilmente puede imaginarse lo que sentiría un adolescente obligado a aplicar
con rigor y sin saltarse un solo paso el método descrito.
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