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jueves, 22 de diciembre de 2016

Un cuento de Navidad

Antón Chéjov (1860-1904), uno de los grandes maestros del relato corto, es el autor del que sigue, muy apropiado para estas fechas.
En el cuento se alternan y entrecruzan dos narradores, uno externo en tercera persona que se limita a informar sobre la situación actual de Vanka y su pasado, y un narrador en primera persona, el propio Vanka, que da sentida cuenta de su vida en la carta que escribe al abuelo.
Aparte de la ilusión –imposible– de Vanka por volver junto a su abuelo, el tema central del cuento es el contraste entre el miserable presente en la ciudad y el recuerdo de un pasado feliz en la aldea.
Que la acción se sitúe en Navidad no es solo para subrayar ese contraste y la infelicidad de Vanka, sino porque la carta que escribe al abuelo pidiéndole que venga a buscarle es en realidad la carta inocente de un niño a los Reyes Magos, como lo confirma su ingenuidad en el momento de escribir la dirección en el sobre (y su creencia, puesta de manifiesto en el sueño final, de que llegará a su destino, algo que el lector sabe que no llegará a suceder).

                                                           Vanka

Vanka Zhukov, un muchacho de nueve años, que había entrado hacía tres meses como aprendiz en casa del zapatero Aliajín, no se acostó la noche de Navidad.
Cuando, cerca de las doce, los amos y los oficiales se fueron a la iglesia para asistir a la misa del gallo, cogió del armario un frasquito de tinta y una pluma con la punta enmohecida y, colocando ante él una hoja arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar, dirigió a la puerta una mirada en la que se dibujaba el temor de ser sorprendido; miró luego al icono oscuro del rincón y dejó escapar un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco, y se arrodilló frente a él.
"Querido abuelo Konstantín Makárich –escribió–. Soy yo quien te escribe. Te deseo una feliz Navidad y le pido a Dios que te dé todo lo mejor. No tengo ni padre ni madre; solo te tengo a ti..."
Vanka miró a la oscura ventana, en la que se reflejaba la sombra vacilante de una vela, y se imaginó a su abuelo Konstantín Makárich, empleado como guardia nocturno en casa de los señores Zhivárev. Era un viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con mirada de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina del servicio o bromeaba con las cocineras, y por la noche paseaba, envuelto en una amplia zamarra, alrededor de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para hacer ver que no dormía y atemorizar de paso a los ladrones. Le acompañaban dos perros, Canelo y Serpiente. [...]
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría seguramente ante la puerta y, mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, haría reír a las cocineras y a las criadas, y se frotaría las manos para calentarse. [...] A pesar de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de la chimenea, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parpadearían haciéndole guiños a la tierra. La Vía Láctea se dibujaría claramente, como si la hubieran lavado y frotado con nieve por ser Navidad.
Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
"Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido mientras arrullaba a su niño pequeño. El otro día la maestra me mandó abrir y limpiar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, lo hice por la cola; entonces la maestra agarró la sardina y me golpeó en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, se meten conmigo, me mandan por vodka a la taberna y me obligan a robar los pepinos del amo, que, cuando se entera, me pega con lo primero que encuentra. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan, a mediodía una papilla de avena y para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al niño pequeño, que no me deja dormir con sus chillidos... Abuelito, sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo rezar siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí, me moriré".
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con un puño y no pudo reprimir un sollozo.
"Te picaré el tabaco –continuó luego–, rezaré a Dios por ti y, si no estás contento conmigo, puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, cuidaré del rebaño. Abuelito, te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera.
Yo me escaparía para irme a la aldea contigo, pero no tengo botas y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor podré mantenerte con mi trabajo y no dejaré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, rezaré a Dios por el descanso de tu alma, como rezo ahora por el alma de mi madre. Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea; no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan bueno que valdría para cualquier pez. [...]
Abuelito, cuando tus señores pongan el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y guárdala bien. O pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para mí y verás cómo te la da".
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, al llegar las fiestas, iba al bosque con su abuelo a buscar el árbol de Navidad para los señores. ¡Qué tiempos tan felices! Hacía mucho frío, pero a él no le importaba. El abuelo, antes de cortar el árbol, encendía la pipa y se reía de la nariz helada de Vanka, que tiritaba. [...]
Entre los dos llevaban el árbol a la casa, y allí lo adornaban. La señorita Olga Ignatievna era la que más empeño ponía. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre, que trabajaban como sirvienta en casa de los señores, Olga le daba caramelos y le enseñaba a leer, a escribir, a contar hasta cien e incluso a bailar. Al morir su madre, Vanka pasó a formar parte de la servidumbre de la cocina, junto con su abuelo, y de allí lo llevaron a Moscú a casa del zapatero Alaijín, para que aprendiese el oficio...
"¡Ven, abuelito, ven! –prosiguió Vanka–. Por el amor de Dios, llévame de aquí. Ten piedad de este pobre huérfano. Todos me pegan y se burlan de mí, paso mucha hambre, me aburro soberanamente y no hago más que llorar. Hace unos días el amo me dio un golpe tan fuerte en la cabeza que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vida, los perros viven mejor que yo... Saluda a la cocinera Aliona, al tuerto Yegorka y al cochero, y no le des a nadie mi acordeón. Se despide de ti tu nieto Vanka Zhukov.
Querido abuelo, ven pronto".
Vanka dobló en cuatro partes la hoja escrita y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Después de pensar un poco, mojó la pluma y escribió la dirección:
"Al abuelo, que está en la aldea".
Luego se rascó la cabeza, pensó otro poco y añadió:
"Para Konstantín Makárich".
Contento por haber podido escribir la carta sin que nadie le molestase, se puso la gorra y, sin más abrigo, salió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien le había preguntado el día anterior, le había dicho que las cartas se echaban en los buzones, de donde las recogían para llevarlas en coches de correos a cualquier parte del mundo.
Vanka echó su querida carta en el buzón más cercano...
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Soñó con una estufa, la estufa de la aldea. Sentado junto a ella, el abuelo les leía su carta a las cocineras. El perro Serpiente se paseaba alrededor y movía el rabo...

1 comentario:

  1. Al leer el relato, me salió de la memoria, lo escrito por el autor del blog, David, en la convocatoria de los 50 años, preceptoría de Santibañez de Porma.
    1964 [...] Huérfano de acogida, observa desde la timidez.El consuelo está lejos.

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