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martes, 1 de octubre de 2019

Vuelta a la escuela

No había que comprar libros de texto nuevos, porque únicamente estudiábamos la enciclopedia Álvarez, y por eso no necesitábamos tampoco ni mochila ni nada parecido.
En la pizarra de cantos de madera que llevábamos bajo el brazo nos ponía el señor maestro las cuentas -de las cuatro operaciones, y, en el caso de los más espabilados, la regla de tres simple- y los problemas, por lo común referidos a actividades de compra y venta de los productos de primera necesidad.
Nunca tuvimos estuche, para qué si no hacía falta, en cada mesa o pupitre había, justo en el centro, un agujero redondo, y en él, un recipiente de cristal que hacía las veces de tintero colectivo donde mojábamos la pluma -con mango de madera- para escribir.
El material escolar propiamente dicho y de uso particular lo guardábamos en los cajones de la mesa, cada uno en el suyo: los lápices (lapiceros, los llamábamos, y los mejores eran los que llevaban goma de borrar en la parte superior, y si no, los que venían decorados con la tabla de multiplicar), la goma de borrar, el papel secante para los borrones de tinta, el papel calcante para calcar mapas y otros dibujos especialmente difíciles, las pinturas (de Alpino, de seis, de doce... ¡o de veinticuatro!, que era el no va más, pero estas había que esperar siempre a ver si las traían los Reyes)...
Luego, a principios de la década de los sesenta, como consecuencia a lo mejor del plan de desarrollo famoso, llegaron los bolígrafos, los primeros de todo los de la marca Bic: ¡la ilusión que nos hacían aquellos pequeños estuches de plástico con dos dentro, y de distinto color, rojo y azul, o de tres, azul, rojo y negro!

       (La Razón, 22 de septiembre de 2019)

1 comentario:

  1. Una operación aritmética, 2019-60, nos situamos en el año 1959, y sentados en el pupitre de madera escribimos en una pizarra con el pizarrín. Un buen análisis de lo que fué la escuela.

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