Doy las gracias por haber llegado a la edad en que por ley
establecida y merecimientos honradamente adquiridos con mi trabajo me corresponde
percibir una pensión; y porque, en cumplimiento de lo anterior, soy
beneficiario directo del milagro que se opera cada final de mes en mi cuenta corriente;
y porque después de una larga vida laboral llena de esfuerzos tengo ahora por
delante (eso espero) un largo horizonte de descanso.
Doy las gracias por tener buena salud, y por todos los
pequeños privilegios de que ahora me es más fácil disfrutar: madrugar sin
reloj, desayunar con calma, estar en casa, estar solo, estar con los amigos,
atender a la familia, dilatar o encoger los quehaceres cotidianos, pasear,
leer, hojear el periódico en el banco de la plaza, inspeccionar el barrio, descifrar
las nubes, salir al campo, ver pasar las horas y las prisas del mundo desde el
balcón de la tranquilidad, estirar un poco más los días del calendario, acompasar
los pasos del ocio al paso de las estaciones...
También por tener la inmensa suerte de vivir en un país
próspero que puede pagarles un retiro más o menos digno a sus mayores y
prestarles la atención médica y sanitaria que necesitan en ambulatorios y hospitales
dotados de todos los adelantos y atendidos por un personal cualificado, amable
y servicial; y por los beneficios a que, por la edad, puedo acogerme: centros cívicos
y sociales, descuentos en los medicamentos, tarifas especiales en el transporte
público, ofertas de viajes a precios asequibles...
Doy las gracias por vivir en un país libre en el que sus jubilados
y pensionistas pueden libremente apoyar con sus votos a quienes más confianza
les merezcan, y organizar manifestaciones y alzar la voz para exponer sus
demandas y reclamaciones, y participar en marchas colectivas como las dos que
esta semana pasada confluyeron en Madrid procedentes de Rota y de Bilbao.
(La Razón, 21 de octubre de 2019)
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