Los
veranos, con la edad, son cada vez más cortos, y el tiempo, el de verdad, no el
de los relojes, corre cada año más deprisa.
De
junio, el mes que los romanos dedicaban al culto de Juno, queda solo un
recuerdo borroso, ayer como quien dice
despedimos a julio (así llamado en homenaje a Julio César, que reformó el
antiguo calendario romano: antes de su
reforma, marzo era el primer mes del año) y entra ya agosto, el mes que la
etimología consagra al emperador Octavio Augusto, y en el que algunos, que no
suelen ser los agosteros, es decir, los jornaleros del campo que se contratan
para las faenas de la recolección de los cereales, recogen buenas ganancias de
sus negocios (hacen su agosto, dictamina el dicho). Pero, ya lo dice el
refranero, "Agosto y septiembre no duran siempre", y también: "Agosto
y vendimia no es cada día, y sí cada año; unos con ganancia y otros con
daño".
Conque
a disfrutar de los días agostizos antes de que se acorten, y del aire libre
agosteño antes de que se enturbie, y de la naturaleza antes de que se agoste (y
no vendría mal que lo mismo que el campo se agostaran otras cosas, el gremio
político por ejemplo, esa casta empeñada en vivir en la irrealidad). Y de la
siesta (del latín sexta [hora], la hora sexta que venía a
coincidir con el mediodía), una de las pocas palabras que hemos exportado a
otras lenguas, y que tiene una curiosa variante, la siesta del carnero, también
llamada la siesta del rey o la siesta del refresco, que es la que se duerme antes
de la comida del mediodía. Tanto una como otra, la más común y la del carnero,
donde mejor se echan es en el campo, amenizadas por la orquesta de las cigarras
o los cencerros de algún rebaño.
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