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miércoles, 6 de diciembre de 2017

Redacción

Libros los llamaban, y un libro era un objeto plano y rectangular formado por una pila de hojas de papel cosidas o pegadas por un lado, con una cubierta en la que figuraba el título y el nombre del autor del texto impreso que aparecía dentro.
Los había de todos los tamaños, desde los fácilmente transportables en la mano (incluso cabían en un bolsillo un poco holgado) hasta los que, por ser muy pesados y voluminosos, servían principalmente como adorno en los salones de las casas; estos últimos recibían el nombre de enciclopedias.
También los contenidos eran muy variados, según fuera la intención con que los autores los escribían: para entretener y pasar el tiempo (en aquella época de aquellos siglos viejos la gente aún disponía libremente de algunas horas), para exponer ideas o pensamientos, para explicar cosas o impartir conocimientos, para recoger lo que otros habían dicho, para servir de guía en alguna actividad...
Los libros se vendían en unos sitios que se llamaban librerías, y la gente acudía allí a curiosear y los hojeaba y los compraba, y luego los leía, o los regalaba, que durante mucho tiempo existió esa costumbre.
También se guardaban, alineados en largas filas con los lomos hacia fuera con una señal en la parte de abajo, en lugares especiales que se llamaban bibliotecas.
Allí había siempre personas que se encerraba horas y horas en salas silenciosas con las paredes abarrotadas de libros y unas mesas pobremente iluminadas donde podían apoyar los codos para leer y tomar notas. Otros, en cambio, menos vergonzosos, no tenían reparo en ponerse a leer en cualquier sitio y a cualquier hora: sentados en un banco de un parque público a la vista de todo el mundo, tumbados en la hierba a la sombra de los árboles o en la arena de la playa, repantigados en la butaca del salón de su casa, de pie mientras aguardaban con tranquilidad en las paradas de los vehículos en que se desplazaban de un lugar a otro… Algunos incluso se llevaban el libro con ellos a la cama para leer antes de dormirse.
Al contrario de lo que cabría pensar, los libros más leídos no eran los que enseñaban cosas útiles sino los que contaban historias que los autores se sacaban de la manga o de su imaginación, historias por eso mismo falsas o irreales, y no pocas veces inverosímiles y un punto absurdas.
De estos, según fuera de lo que hablaban, había tres clases: novelas (y cuentos si la historia era muy corta), poesía (si hablaba de sentimientos y cosas delicadas, para emocionar o hacer saltar las lágrimas) y teatro (si solo aparecían diálogos que después unos actores tenían que recitar en unos escenarios...). También se distinguían por la forma como estaba impreso el texto: las novelas, todo seguido, con guiones para indicar cuándo hablaba un personaje y cuándo otro; las poesías, sin que las líneas llegaran al final del renglón, ocupando solo la mitad o menos; el teatro, repitiendo siempre los nombres de los personajes y poniendo luego detrás de un guión lo que decían...
Estas tres clases de libros eran las que se leían asimismo en los sitios donde reunían a los niños para enseñarles todo lo que tenían que aprender: escuelas, o colegios, que era donde iban los más pequeños; institutos,  donde pasaban cuando se hacían adolescentes y cumplían doce o catorce años, según; y universidades, reservadas para los que querían prepararse para trabajos especiales y pasarse la vida haciendo ver que sabían mucho de una cosa, pero solo de una...
Los encargados de enseñar las cosas en las escuelas y colegios eran los maestros; a los que enseñaban en los institutos se les llamaba profesores; y a los de las universidades, catedráticos.
Para quedarnos con los del medio, que tienen siempre de todo y son por eso los más completos, hablaremos solo de los institutos y de los libros que allí se leían en aquellos siglos viejos.
Aparte de los que eran obligatorios en cada materia (o asignatura), y que los estudiantes rayaban y llenaban de garabatos o rompían o arrugaban y tiraban en cuanto llegaban las vacaciones, había los otros, los que se mandaba leer porque se habían leído siempre desde el principio del mundo y se consideraban por eso imprescindibles y al que no los leía se le consideraba un inculto. Estos eran libros que en lugar de enseñar algo útil o explicar cosas provechosas para la vida hablaban solo, como ya se ha dicho, de historias y sentimientos, todo inventado e imaginario, cuanto más irreal o sentimental o exagerado mejor.
Los profesores los mandaban leer y luego se comentaban en clase y se hacían resúmenes, y en los exámenes ponían preguntas sobre ellos, y los alumnos tenían que aprender a veces trozos de memoria, sobre todo en el caso de las poesías... Y lo que los profesores decían de esos libros era siempre lo mismo, pero como repetían lo que otros antes de ellos habían dicho, se aceptaba sin más.
La materia o asignatura en que todo esto se estudiaba en aquellos siglos viejos se llamaba literatura, y los profesores que la explicaban estaban convencidos de que era la más importante y presumían en clase por eso de estar en el secreto de lo que los libros decían; o habían querido decir, que esa era otra, muchas veces lo que una poesía, por ejemplo, decía a simple vista no era lo mismo que lo que el poeta había querido decir, y eso solo lo veían los profesores, no los alumnos, y estos abrían la boca asombrados cuando aquellos les revelaban el secreto último, lo que significaban aquellas líneas, que casi siempre era algo muy profundo o muy serio y trascendental...



1 comentario:

  1. Estaría bien enviar una copia del escrito a lugares desconocidos, eso que llaman exoplanetas, bueno, y tambien leerlo el primer día de clase en cualquier centro de enseñanza, los aprendices sabrían lo que contienen las tapas de un libro y los de más lejos, no se.

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