No son pocas las palabras y expresiones que han
pasado a formar parte del vocabulario cotidiano desde que llegó a nosotros el
vendaval que sacude el mundo.
A las cosas, para que existan, se les ha de poner un
nombre. El de la amenaza que nos atemoriza ya lo tenía, pero plaga y peste era
ir para atrás, a la Edad Media, así que pandemia,
que hay que explicar el significado porque no es lo mismo que epidemia.
Confinamiento, otra
palabra que ha vuelto. También ella sufría lo que designa, pues raras eran las
veces que salía del diccionario. Lo que nombra parecía cosa del pasado, y apenas
nadie la usaba. Ahora define nuestro estado y circunstancia, y hasta los niños
la conocen. Había otras, encierro, o reclusión, o aislamiento, pero no sonaban
tan bien, por lo de las connotaciones que arrastran.
Otro tanto ocurre con la cuarentena, que es el aislamiento preventivo a que se somete
durante un período de tiempo, por razones sanitarias, a las personas enfermas o
portadoras de una enfermedad. Aunque al adjetivo preventivo habría que añadirle
este otro, vigilado, pues concurre asimismo esta circunstancia, y se han
impuesto por ello denuncias a los infractores. Cuarentena es palabra añeja, y
acaso sea esa la razón por la que algunos la desdeñan, y quién sabe si también
por las reminiscencias bíblicas que despierta: los cuarenta días y cuarenta
noches que duró el diluvio universal, los cuarenta días que pasó Jesús en el
desierto, los cuarenta días que comprende la cuaresma...
Nadie había oído hablar del dichoso bicho, coronavirus, un nombre que no le pega
porque si bien se mira es bonito. A lo mejor para otra cosa, una medicina por
ejemplo, o una de esas averías que tienen los ordenadores, o algún invento
nuevo, pero llamarle así a un microbio tan maligno... Tampoco suena mal el
nombre de la enfermedad, la covid-19,
o el covid-19, que los dos géneros son correctos, aunque la Real Academia de la
Lengua prefiere el femenino.
No sabemos si la vida que nos aguarda cuando esto pase será
como la de antes, o si habremos de adaptarnos a esa nueva normalidad de la que hablan. Y ya de entrada sorprende la
expresión, porque la normalidad, para serlo, presupone un hábito o costumbre,
una forma de vida a la que se ajustan los quehaceres ordinarios, y cómo va
entonces a ser nueva si previamente no se ha ejercitado. Pero la realidad hay
que vestirla, y no lucen igual todas las telas.
La desescalada,
así han bautizado a la situación en que hace bien poco acabamos de entrar, que
ha sido posible, entre otras cosas, porque la
curva se está aplanando, la curva de los contagios, se entiende;
desescalada, que equivale a disminución o relajamiento, es vocablo incorporado
del inglés y no lo registra el diccionario de la Real Academia.
Y con la desescalada, la previsión del futuro, cuadriculado
en cuatro fases, regidas cada una
por una serie de normas, entre las que destacan las franjas horarias para salir a la calle.
Se mantiene, no obstante, la obligación de respetar la
distancia de seguridad. La distancia
social se le llama también, pese al equívoco de la expresión, que solía
emplearse casi siempre hasta ahora en sentido sociológico, para aludir a la
diferencia entre los distintos estamentos.
(La Razón, 17 de mayo de 2020)
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