Lo que sí sé, porque lo he recordado más de una vez estos
días, es lo que hice aquel último día, y es lo que ahora voy a contar.
A eso de las diez salí con el mejor humor del mundo a
comprar el periódico y me senté a leerlo en un banco de la plaza Molina. El
cielo estaba azul y, aunque soplaba un airecillo fresco, daba gusto estar allí.
Justo enfrente tenía a cuatro integrantes de los Testigos de Jehová que aguantaban de
pie con la mejor cara en espera de atender a algún curioso, las mesas de las dos
cafeterías que hay al lado estaban todas ocupadas y por el ascensor y las
escaleras del tren no paraba de entrar y salir gente.
Compré el pan, entré en el bar de siempre a tomar un café,
lo despaché enseguida porque solo había sitio en la barra y encima el otro
periódico que leo estaba en posesión de otro parroquiano que no tenía pinta de soltarlo
pronto, y pasé por el banco. Era mi intención hablar con la directora, pero
como no había pedido cita previa y tenía dos personas delante, me contenté con
las gestiones del cajero.
De vuelta en casa, me acababa de acomodar en el sillón con
el libro ya dispuesto cuando me recuerdan por teléfono que urge renovar las
existencias de fruta y verduras. Acudo presto a ejecutar la orden o el encargo,
compruebo que todo lo que llevaba en la lista de la cabeza está en el carro,
pago con dinero recién salido del banco, la cajera me pregunta solícita si
necesito bolsa, le doy las gracias y misión cumplida.
Por la tarde a primera hora fui a devolver un libro a la
biblioteca, y me llamó la atención que las salas de estudio estuvieran llenas:
los exámenes del segundo trimestre, pensé.
Bajé luego dando un paseo, y en la Plaza de Gala Placidia, tomada
por los niños que acababan de salir del colegio, me crucé con un escritor al
que admiro mucho, Javier Cercas. Le veo de vez en cuando por el barrio, y
siempre que eso ocurre pienso lo mismo: que ojalá le conociera personalmente y
pudiera detenerme a charlar un rato con él.
En los tilos que dan sombra y ornato a la Rambla de
Cataluña prendía el primer verdor de la primavera, y se adivinaba en el aire un
casi imperceptible aroma. También, conforme bajaba, iba creciendo el trajín de
los viandantes y el bullicio del tráfico.
Saludé al amigo con el que había quedado y entramos en una
cafetería a tomar algo. No había ninguna mesa libre y optamos por acomodarnos
en una de las que se ofrecen fuera al cobijo de unos toldos.
Pasó el tiempo en un santiamén, y, ya subiendo, en las
inmediaciones de la Diagonal, tropecé con dos antiguos compañeros de profesión y
evocamos algunos lances.
Y aún me dio tiempo, antes de llegar a casa, de llamar por
el móvil a otro amigo para acordar los últimos detalles del largo paseo que nos iba a ocupar –privilegio de los
retirados–la mañana del día siguiente. Que, ahora que me acuerdo, era la del 13
de marzo, fecha en que el Gobierno anunció el estado de alarma, de resultas del
cual se impuso el confinamiento, y hasta hoy.
(La Razón, 4 de mayo de 2020)
(La Razón, 4 de mayo de 2020)
David, has hecho un apunte como historiador, escribes lo ocurrido, pero también eres poeta, y puedes contar lo que podría ocurrir.
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