Levantarme
cuando quisiera, después de misa por supuesto, o a media mañana; leer un rato
en casa en el corredor; holgazanear un poco por ahí sin hacer nada; bañarme en
la represa del molino al mediodía; acercarme después de comer hasta la plaza
del Medio Lugar y ver pasar por allí, sentado a la sombra de las acacias, a los
que fueran a trabajar; tumbarme luego a leer otra vez debajo de un fresno hasta
que me cansara; echar una partida a los bolos o darle unas patadas al balón
cuando bajara el sol; escuchar música en la radio al oscurecer, a ser posible en compañía de alguna rapaza; cenar y salir a dar una vuelta y acostarme tarde,
lo más tarde que fuera posible…
Esa
era la vida que tenía prevista por si algún día yo también era veraneante (o
sea, de los que venían al pueblo a pasar el verano sin más obligación que esa) y
no me hacían madrugar para ir al campo a recoger la hierba o al monte a guardar
las vacas o a las eras a preparar la trilla.
Aunque
bien mirado tampoco estas tareas importaban mucho, porque estábamos de
vacaciones y siempre quedaban ratos libres y los veranos eran muy largos y de
color azul como la tinta de los sueños adolescentes.
Si hubieras sido veraneante no habrías escrito el comentario de hoy; da por bien empleado el tiempo que estuviste en el monte con el ganado o preparando la trilla.
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