Los jueves por
la tarde nos llevaban de paseo por la carretera de Asturias arriba para que
respirásemos un poco del aire quemado de la gasolina de los camiones y viésemos
de paso cómo era el mundo que acechaba al otro lado de los pinos que rodeaban
el seminario. Llegábamos a un altozano con unas camperas desapacibles y allí en
tristes juegos y deshilvanadas conversaciones pasábamos el tiempo hasta la hora
de la merienda, que nos la daban al volver y era un chusco de pan y una manzana
de alguna de las huertas que el señor obispo tenía plantadas por la diócesis.
–Un hombre
pregunta por ti –me vino a decir Marcelo, que tenía el don de intervenir a la
vez en todas las discordias y controversias que se formaban en los distintos
grupos, la mayoría a propósito del fútbol y de las mujeres, tema este último en
el que era experto Fidalguín, siempre dispuesto a enumerar con todo lujo de
pormenores las virtudes corporales que adornaban a las de su pueblo, en el
corazón del Páramo.
Y me señaló
hacia el otro lado de la carretera, donde se alzaba el sanatorio
antituberculoso.
Solo el nombre
me daba miedo, sobre todo desde que unos meses atrás nos habían puesto la
vacuna y a algunos nos había salido en el brazo un bulto redondo y rojizo que
escocía. Estábamos tuberculosos, y la voz se corrió por todo el seminario. Nos
iban a encerrar en el sanatorio antituberculoso, y allí tendríamos que pasar
unos cuantos años, aislados para no contagiar a nadie. Teníamos el bacilo de
Koch, según informaba la enciclopedia que consultaba cada día, y aunque de
momento no se manifestaban, no tardarían en aparecer los síntomas: dolores
torácicos, tos, expectoración con sangre, ruidos bronquiales…
Luego resultó
que no, que habíamos estado en contacto con los bacilos pero no habíamos
desarrollado la enfermedad, y para prevenirla nos dieron unas cajas de
pastillas que fueron nuestro estigma a la hora de las comidas en el refectorio
hasta que no acabamos de tomarlas.
Me acerqué con
paso cauteloso, lo suficiente para verle de lejos sin que él se sintiera
observado.
El sanatorio
estaba rodeado de una valla metálica que llegaba hasta muy cerca de la cuneta,
y allí, detrás de esa valla, agarrado a ella con las dos manos, expectante y
avizor, estaba el señor Ambrosio.
Tenía el pelo blanco,
parecía muy delgado y vestía una chaqueta de color pardo abotonada hasta el
cuello.
El señor
Ambrosio había estado unos años de posada en la casa de mi abuela.
Era de la
Tierra de Campos y le contrataron en La Braña para guardar los montes, que los
de Prioro no respetaban los mojones y metían el ganado en pastos que no eran
suyos, y los de La Villa de Tejerina se levantaban antes de ser de día, tiraban
un roble y, con los cencerros de las vacas tapados para no hacer ruido,
llevaban así carros enteros de leña para su pueblo.
El señor
Ambrosio tenía un rifle, el primero que se vio en La Braña, y con él al hombro
y el morral a la espalda salía cada mañana de casa y no volvía hasta el
oscurecer.
Llevaba también
metidos en un estuche de cuero unos anteojos de larga vista, y vigilaba así el
mapa del campo y sus contornos asomado a los altozanos y colladas sin tener que
fatigar siempre a cada hora los mismos caminos y veredas.
Casi todos los
días traía alguna muestra de los regalos que da el monte a quienes no se
sienten en él extraños, y que varían según la estación: un puñado de bellotas o
avellanas, unas matas de arándanos, racimos de moras y garamitos, manzanas
montiscas, una piedra fósil con dibujos de helechos y conchas marinas, una
pluma de águila, un huevo de perdiz, un nido de ruiseñor, la punta de la cuerna
de un venado, una rama de acebo con bayas rojas, cortezas de roble o raíces de
brezo de caprichosa figura, un colmillo de lobo viejo, una culebra muerta
enroscada todavía en la porracha…
El rifle lo
dejaba colgado siempre detrás de la puerta de la alacena, y yo se lo enseñaba
orgulloso a todos los que entraban en casa.
Eso fue también
lo que hice el día de la primera comunión. Fuimos después del rosario a que mi
abuela nos diera las cosas, y mientras ella buscaba en el arca de la hornera,
descolgué el fusil –el señor Ambrosio tenía fiesta los domingos por la tarde– y
lo llevé a la cocina para enseñárselo a los que compartían conmigo el
protagonismo de aquella jornada.
Todos querían
tocarlo, y el mayor, haciendo uso de su condición, fue el primero.
–¡Cuánto pesa!
–dijo, y acto seguido lo levantó, apretó la culata contra el hombro y apuntó.
Los que estaban
delante, instintivamente, se apartaron un poco, lo justo para que la bala
pasara entre ellos y fuera a incrustarse en la puerta de la cocina económica de
carbón.
El estruendo
fue formidable, y todos salimos corriendo despavoridos y fuimos a escondernos,
nadie sabe por qué, en el campanario de la iglesia. Allí nos quedamos llorando
y temblando de miedo hasta que el señor cura nos encontró.
Contrariamente
a lo que esperábamos, le echaron las culpas de lo sucedido al señor Ambrosio,
que aquella noche cenó en silencio con la cabeza baja y se fue a su habitación
en cuanto se levantó de la mesa. Antes, al pasar junto a mí, me puso un momento
la mano en el hombro y me la pasó luego, rozándomela apenas, por la mejilla.
Fue la única
noche que no encendió la radio.
Primero
escuchaba el parte de las diez, luego se sentaba junto a la lumbre, encendía un
cigarro y se ponía a pensar en las noticias. Esto último lo sabíamos porque
muchas veces repetía en voz alta las palabras que había oído al locutor, y mi
abuela le decía entonces:
–Pero, señor
Ambrosio, si la radio no dice más que mentiras…
–No lo crea,
señora –negaba él con la cabeza.
–Y además
–insistía mi abuela–, ¿a usted qué más le da lo que pase por ahí fuera en esos
mundos de Dios?
Después el
señor Ambrosio cogía la radio con las dos manos, se acercaba a la ventana
arrimándoselo bien al oído y así se pasaba un rato cambiando continuamente de
emisora hasta que encontraba una en la que una voz aguda y chillona que parecía
venir de muy lejos anunciaba: “Aquí, Radio España Independiente”.
Pero había días
en que no era capaz de dar con ella, o unos extraños ruidos, como si alguien
estuviese rayando una piedra con un cuchillo, no dejaban entender nada, y
entonces el señor Ambrosio apagaba muy enfadado la radio y subía escaleras
arriba a su habitación maldiciendo en voz baja.
–¡Norteamérica!
¡Ahí está el problema! ¡A ver cuándo la pillan el punto flaco y la estrujan
bien estrujada!
Muchas veces le
oí decir esta frase, o alguna otra muy parecida:
–¡Si les
hicieran agachar alguna vez la cabeza, a los norteamericanos!
¿No eran los
Estados Unidos de Norteamérica el país más poderoso del planeta, como aseguraba
el señor maestro en la escuela, y una nación, además, amiga de España?
No me atreví
nunca a preguntarle a nadie quién tenía razón, si el señor maestro o el señor
Ambrosio, y la confusión se tiñó de misterio cuando un día al salir de misa oí
al pasar por la bolera del Medio Lugar que alguien decía:
–¡Cosas del
guarda de montes! ¡Como dicen que escucha por las noches La Pirenaica…!
El señor
Ambrosio llevaba ya cerca de dos años sin faltar un solo día de La Braña y
nunca había recibido una carta siquiera, ni él la había escrito tampoco.
En casa
hablaban de si no tendría familia, y mi abuela le había sacado alguna vez el
tema con discreción, sin más respuesta por su parte que un educado pero
distante silencio.
Por eso nos
sorprendió a todos cuando unos días antes de la Navidad anunció a la hora de cenar que iba a pasar
las fiestas con la familia.
La misma mañana
que cantaban los números de la lotería por la radio se puso una camisa blanca y
corbata, y encima una pelliza con las solapas de lana fina y muy lisa como si
estuvieran hechas de plumas de pájaro, y marchó andando a Puente Almuhey a
coger el tren de la Hullera.
Volvió al día
siguiente de Navidad, vestido con la misma ropa y con un fardel de color azul
oscuro en la mano.
–Pronto dio la
vuelta, señor Ambrosio –le dijo mi abuela.
–Pues sí, ya
ve… ¡Qué se le va a hacer! –respondió él, y fueron las únicas palabras que
pronunció a propósito del viaje y de su visita a la familia.
Ahora el señor
Ambrosio estaba allí al otro lado de la carretera, pegado a la valla metálica,
inmóvil y atento, esperando.
No me atreví a
salir de detrás de los arbustos que me escondían de su mirada y aproveché el
paso de dos camiones seguidos para volver con los demás.
El jueves
siguiente –no teníamos más libertad que
la costumbre– al pasar por delante del sanatorio le vi de lejos. Estaba sentado
al sol en un banco, y en cuanto se percató de la fila de seminaristas se
levantó y vino corriendo hacia la valla.
Yo iba aquella
tarde de los primeros y pude así evitar el encuentro sin compromiso. Pero sabía
que se quedaría allí sin moverse, esperando que volviéramos carretera abajo. Y
pasaría tan cerca de él que no tendría más remedio que detenerme…
Recordé una vez
más que el señor Ambrosio tenía una cuchara, un tenedor y un cuchillo para su
uso exclusivo, y que siempre comía con
ellos y nunca usaba los del cajón de la mesa; y lo mismo ocurría con el vaso,
el plato y la cazuela, que en eso era muy escrupuloso… Incluso podría haberse
dado el caso de que fueran todas esas cosas de su propiedad, como la radio y la
jaula con el jilguero que había colgado en la cocina encima del calendario, y
que los llevara en el fardel de color azul oscuro a cualquier sitio que iba y
por todos los pueblos en los que había estado de guarda.
Y si yo nunca
había bebido por su vaso ni comido con su cuchara ni arrebañado su plato, a lo
mejor no había sido él el que me había contagiado los bacilos de Koch… Aunque
también estos, según ponía la enciclopedia, se transmitían por el aire, al
respirar, o simplemente al hablar…
Llegó la hora
de volver y ya tenía decidido que me detendría aunque solo fuera a saludarle.
Y así lo hice.
La cara se le
alegró en una sonrisa que tardó unos momentos en extenderse, como si llevara
mucho tiempo sin salir y los músculos ya no estuvieran acostumbrados.
Hizo ademán de
sacar las manos por la valla y extendérmelas, pero el enrejado no lo permitía,
y entonces con un gesto de la cabeza me invitó a que me acercara.
–¿Te acuerdas
de mí? –me preguntó.
–Sí.
–¿Y qué es de
tu familia?
–Están bien
todos.
–Escribí a tu
abuela por Navidad… Ella fue la que me dijo que estudiabas en el seminario…
Tenía los ojos
hundidos y la piel muy blanca. Con los dedos, también muy blancos, se aferraba
a los alambres de la valla lo mismo que se agarraba el jilguero a los barrotes
de la jaula.
–¿Por qué no
vienes a verme algún día?
Solo me dio
tiempo a asentir con la cabeza, porque el señor cura encargado del orden
aquella semana me puso la mano por detrás en el hombro y tiró de mí que a punto
estuvo de hacerme caer al suelo.
–¡Vamos, sigue
la fila! –me apercibió con tono desabrido.
Obedecí, y en
cuanto pude me volví para decirle adiós con la mano.
El señor
Ambrosio me siguió de lejos desde el otro lado de la valla hasta el límite del
sanatorio. Allí se detuvo y yo también un momento, lo justo para ver cómo se
limpiaba los ojos con el pañuelo.
Tu memoria David viaja por la carretera de Asturias, se para ante la valla para visitar al sr. Ambrosio, anda por la Braña, y hasta se permite recordar las afirmaciones de la abuela sobre las noticias de la radio, eso es memoria.
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