Seguidores

miércoles, 3 de enero de 2018

El guarda de montes


Los jueves por la tarde nos llevaban de paseo por la carretera de Asturias arriba para que respirásemos un poco del aire quemado de la gasolina de los camiones y viésemos de paso cómo era el mundo que acechaba al otro lado de los pinos que rodeaban el seminario. Llegábamos a un altozano con unas camperas desapacibles y allí en tristes juegos y deshilvanadas conversaciones pasábamos el tiempo hasta la hora de la merienda, que nos la daban al volver y era un chusco de pan y una manzana de alguna de las huertas que el señor obispo tenía plantadas por la diócesis.
–Un hombre pregunta por ti –me vino a decir Marcelo, que tenía el don de intervenir a la vez en todas las discordias y controversias que se formaban en los distintos grupos, la mayoría a propósito del fútbol y de las mujeres, tema este último en el que era experto Fidalguín, siempre dispuesto a enumerar con todo lujo de pormenores las virtudes corporales que adornaban a las de su pueblo, en el corazón del Páramo.
Y me señaló hacia el otro lado de la carretera, donde se alzaba el sanatorio antituberculoso.
Solo el nombre me daba miedo, sobre todo desde que unos meses atrás nos habían puesto la vacuna y a algunos nos había salido en el brazo un bulto redondo y rojizo que escocía. Estábamos tuberculosos, y la voz se corrió por todo el seminario. Nos iban a encerrar en el sanatorio antituberculoso, y allí tendríamos que pasar unos cuantos años, aislados para no contagiar a nadie. Teníamos el bacilo de Koch, según informaba la enciclopedia que consultaba cada día, y aunque de momento no se manifestaban, no tardarían en aparecer los síntomas: dolores torácicos, tos, expectoración con sangre, ruidos bronquiales…
Luego resultó que no, que habíamos estado en contacto con los bacilos pero no habíamos desarrollado la enfermedad, y para prevenirla nos dieron unas cajas de pastillas que fueron nuestro estigma a la hora de las comidas en el refectorio hasta que no acabamos de tomarlas.
Me acerqué con paso cauteloso, lo suficiente para verle de lejos sin que él se sintiera observado.
El sanatorio estaba rodeado de una valla metálica que llegaba hasta muy cerca de la cuneta, y allí, detrás de esa valla, agarrado a ella con las dos manos, expectante y avizor, estaba el señor Ambrosio.  
Tenía el pelo blanco, parecía muy delgado y vestía una chaqueta de color pardo abotonada hasta el cuello.
El señor Ambrosio había estado unos años de posada en la casa de mi abuela.
Era de la Tierra de Campos y le contrataron en La Braña para guardar los montes, que los de Prioro no respetaban los mojones y metían el ganado en pastos que no eran suyos, y los de La Villa de Tejerina se levantaban antes de ser de día, tiraban un roble y, con los cencerros de las vacas tapados para no hacer ruido, llevaban así carros enteros de leña para su pueblo.
El señor Ambrosio tenía un rifle, el primero que se vio en La Braña, y con él al hombro y el morral a la espalda salía cada mañana de casa y no volvía hasta el oscurecer.
Llevaba también metidos en un estuche de cuero unos anteojos de larga vista, y vigilaba así el mapa del campo y sus contornos asomado a los altozanos y colladas sin tener que fatigar siempre a cada hora los mismos caminos y veredas.
Casi todos los días traía alguna muestra de los regalos que da el monte a quienes no se sienten en él extraños, y que varían según la estación: un puñado de bellotas o avellanas, unas matas de arándanos, racimos de moras y garamitos, manzanas montiscas, una piedra fósil con dibujos de helechos y conchas marinas, una pluma de águila, un huevo de perdiz, un nido de ruiseñor, la punta de la cuerna de un venado, una rama de acebo con bayas rojas, cortezas de roble o raíces de brezo de caprichosa figura, un colmillo de lobo viejo, una culebra muerta enroscada todavía en la porracha…
El rifle lo dejaba colgado siempre detrás de la puerta de la alacena, y yo se lo enseñaba orgulloso a todos los que entraban en casa.
Eso fue también lo que hice el día de la primera comunión. Fuimos después del rosario a que mi abuela nos diera las cosas, y mientras ella buscaba en el arca de la hornera, descolgué el fusil –el señor Ambrosio tenía fiesta los domingos por la tarde– y lo llevé a la cocina para enseñárselo a los que compartían conmigo el protagonismo de aquella jornada.
Todos querían tocarlo, y el mayor, haciendo uso de su condición, fue el primero.
–¡Cuánto pesa! –dijo, y acto seguido lo levantó, apretó la culata contra el hombro y apuntó.
Los que estaban delante, instintivamente, se apartaron un poco, lo justo para que la bala pasara entre ellos y fuera a incrustarse en la puerta de la cocina económica de carbón.
El estruendo fue formidable, y todos salimos corriendo despavoridos y fuimos a escondernos, nadie sabe por qué, en el campanario de la iglesia. Allí nos quedamos llorando y temblando de miedo hasta que el señor cura nos encontró.
Contrariamente a lo que esperábamos, le echaron las culpas de lo sucedido al señor Ambrosio, que aquella noche cenó en silencio con la cabeza baja y se fue a su habitación en cuanto se levantó de la mesa. Antes, al pasar junto a mí, me puso un momento la mano en el hombro y me la pasó luego, rozándomela apenas, por la mejilla.
Fue la única noche que no encendió la radio.
Primero escuchaba el parte de las diez, luego se sentaba junto a la lumbre, encendía un cigarro y se ponía a pensar en las noticias. Esto último lo sabíamos porque muchas veces repetía en voz alta las palabras que había oído al locutor, y mi abuela le decía entonces:
–Pero, señor Ambrosio, si la radio no dice más que mentiras…
–No lo crea, señora –negaba él con la cabeza. 
–Y además –insistía mi abuela–, ¿a usted qué más le da lo que pase por ahí fuera en esos mundos de Dios?
Después el señor Ambrosio cogía la radio con las dos manos, se acercaba a la ventana arrimándoselo bien al oído y así se pasaba un rato cambiando continuamente de emisora hasta que encontraba una en la que una voz aguda y chillona que parecía venir de muy lejos anunciaba: “Aquí, Radio España Independiente”.
Pero había días en que no era capaz de dar con ella, o unos extraños ruidos, como si alguien estuviese rayando una piedra con un cuchillo, no dejaban entender nada, y entonces el señor Ambrosio apagaba muy enfadado la radio y subía escaleras arriba a su habitación maldiciendo en voz baja.
–¡Norteamérica! ¡Ahí está el problema! ¡A ver cuándo la pillan el punto flaco y la estrujan bien estrujada! 
Muchas veces le oí decir esta frase, o alguna otra muy parecida:
–¡Si les hicieran agachar alguna vez la cabeza, a los norteamericanos!
¿No eran los Estados Unidos de Norteamérica el país más poderoso del planeta, como aseguraba el señor maestro en la escuela, y una nación, además, amiga de España?
No me atreví nunca a preguntarle a nadie quién tenía razón, si el señor maestro o el señor Ambrosio, y la confusión se tiñó de misterio cuando un día al salir de misa oí al pasar por la bolera del Medio Lugar que alguien decía:
–¡Cosas del guarda de montes! ¡Como dicen que escucha por las noches La Pirenaica…!
El señor Ambrosio llevaba ya cerca de dos años sin faltar un solo día de La Braña y nunca había recibido una carta siquiera, ni él la había escrito tampoco.
En casa hablaban de si no tendría familia, y mi abuela le había sacado alguna vez el tema con discreción, sin más respuesta por su parte que un educado pero distante silencio.
Por eso nos sorprendió a todos cuando unos días antes de la Navidad  anunció a la hora de cenar que iba a pasar las fiestas con la familia.
La misma mañana que cantaban los números de la lotería por la radio se puso una camisa blanca y corbata, y encima una pelliza con las solapas de lana fina y muy lisa como si estuvieran hechas de plumas de pájaro, y marchó andando a Puente Almuhey a coger el tren de la Hullera.
Volvió al día siguiente de Navidad, vestido con la misma ropa y con un fardel de color azul oscuro en la mano.
–Pronto dio la vuelta, señor Ambrosio –le dijo mi abuela.
–Pues sí, ya ve… ¡Qué se le va a hacer! –respondió él, y fueron las únicas palabras que pronunció a propósito del viaje y de su visita a la familia.
Ahora el señor Ambrosio estaba allí al otro lado de la carretera, pegado a la valla metálica, inmóvil y atento, esperando.
No me atreví a salir de detrás de los arbustos que me escondían de su mirada y aproveché el paso de dos camiones seguidos para volver con los demás.
El jueves siguiente  –no teníamos más libertad que la costumbre– al pasar por delante del sanatorio le vi de lejos. Estaba sentado al sol en un banco, y en cuanto se percató de la fila de seminaristas se levantó y vino corriendo hacia la valla.
Yo iba aquella tarde de los primeros y pude así evitar el encuentro sin compromiso. Pero sabía que se quedaría allí sin moverse, esperando que volviéramos carretera abajo. Y pasaría tan cerca de él que no tendría más remedio que detenerme…
Recordé una vez más que el señor Ambrosio tenía una cuchara, un tenedor y un cuchillo para su uso exclusivo, y que siempre  comía con ellos y nunca usaba los del cajón de la mesa; y lo mismo ocurría con el vaso, el plato y la cazuela, que en eso era muy escrupuloso… Incluso podría haberse dado el caso de que fueran todas esas cosas de su propiedad, como la radio y la jaula con el jilguero que había colgado en la cocina encima del calendario, y que los llevara en el fardel de color azul oscuro a cualquier sitio que iba y por todos los pueblos en los que había estado de guarda.
Y si yo nunca había bebido por su vaso ni comido con su cuchara ni arrebañado su plato, a lo mejor no había sido él el que me había contagiado los bacilos de Koch… Aunque también estos, según ponía la enciclopedia, se transmitían por el aire, al respirar, o simplemente al hablar…
Llegó la hora de volver y ya tenía decidido que me detendría aunque solo fuera a saludarle.
Y así lo hice.
La cara se le alegró en una sonrisa que tardó unos momentos en extenderse, como si llevara mucho tiempo sin salir y los músculos ya no estuvieran acostumbrados.
Hizo ademán de sacar las manos por la valla y extendérmelas, pero el enrejado no lo permitía, y entonces con un gesto de la cabeza me invitó a que me acercara.
–¿Te acuerdas de mí? –me preguntó.
–Sí.
–¿Y qué es de tu familia?
–Están bien todos.
–Escribí a tu abuela por Navidad… Ella fue la que me dijo que estudiabas en el seminario…
Tenía los ojos hundidos y la piel muy blanca. Con los dedos, también muy blancos, se aferraba a los alambres de la valla lo mismo que se agarraba el jilguero a los barrotes de la jaula.
–¿Por qué no vienes a verme algún día?
Solo me dio tiempo a asentir con la cabeza, porque el señor cura encargado del orden aquella semana me puso la mano por detrás en el hombro y tiró de mí que a punto estuvo de hacerme caer al suelo.
–¡Vamos, sigue la fila! –me apercibió con tono desabrido.
Obedecí, y en cuanto pude me volví para decirle adiós con la mano.
El señor Ambrosio me siguió de lejos desde el otro lado de la valla hasta el límite del sanatorio. Allí se detuvo y yo también un momento, lo justo para ver cómo se limpiaba los ojos con el pañuelo.



1 comentario:

  1. Tu memoria David viaja por la carretera de Asturias, se para ante la valla para visitar al sr. Ambrosio, anda por la Braña, y hasta se permite recordar las afirmaciones de la abuela sobre las noticias de la radio, eso es memoria.

    ResponderEliminar