1
Porque
ya mi marido volvió sano y estamos todos en casa.
Porque
el año no ha sido al fin tan malo y hemos recogido lo sembrado.
Porque
acuesto a mis hijos en la cama y tienen sueño y han cenado.
Porque
cosiendo ropa y bordando hasta la madrugada podré pronto ponerles otra manta,
comprarles zapatos y hacerles dos jerséis y una bufanda de lana.
Por
todas estas cosas, Señor, te vuelvo otra vez a dar las gracias.
2
No
hay ningún hombre en casa (en octubre marchó el marido de pastor a Extremadura,
y no volverá hasta menguada la primavera) y tiene que ocuparse ella sola de las
labores del campo y las domésticas.
Va
el hijo mayor, que cumplió ya los siete años y hoy ha faltado a la escuela,
delante de la yunta, y empuña ella con fuerza el arado para que entre hondo la
reja.
En
una punta de la tierra, a la sombra de unas retamas y medio escondida entre la
hierba, ha dejado en una cesta a la hija más pequeña, que tiene solo unos meses
y no ha encontrado quien cuide de ella.
Se
ha quedado dormida, tapada con una mantilla hasta la cabeza, pero al final de
cada surco se acerca un momento por si acaso a verla, no vaya a ser que por cualquier
cosa –un pájaro, alguna mosca, una culebra...– llore asustada y esté despierta.
3
Vuelve de sembrar la señora Agustina un mediodía de
primavera. Trae un niño a la espalda, guía con la aguijada a la pareja de
bueyes y al entrar en el pueblo se encuentra con la señora Facunda, paseadora a
esas horas y holgazana.
–Agustina, ¿qué sembraste?
–Rabias y ansias, Cunda.
–Vaya, mujer, pues Dios quiera que no nazcan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario