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miércoles, 30 de mayo de 2018

En León, hacia 1940: una plegaria y dos estampas


1
Porque ya mi marido volvió sano y estamos todos en casa.
Porque el año no ha sido al fin tan malo y hemos recogido lo sembrado.
Porque acuesto a mis hijos en la cama y tienen sueño y han cenado.
Porque cosiendo ropa y bordando hasta la madrugada podré pronto ponerles otra manta, comprarles zapatos y hacerles dos jerséis y una bufanda de lana.
Por todas estas cosas, Señor, te vuelvo otra vez a dar las gracias.

2
No hay ningún hombre en casa (en octubre marchó el marido de pastor a Extremadura, y no volverá hasta menguada la primavera) y tiene que ocuparse ella sola de las labores del campo y las domésticas.
Va el hijo mayor, que cumplió ya los siete años y hoy ha faltado a la escuela, delante de la yunta, y empuña ella con fuerza el arado para que entre hondo la reja.
En una punta de la tierra, a la sombra de unas retamas y medio escondida entre la hierba, ha dejado en una cesta a la hija más pequeña, que tiene solo unos meses y no ha encontrado quien cuide de ella.
Se ha quedado dormida, tapada con una mantilla hasta la cabeza, pero al final de cada surco se acerca un momento por si acaso a verla, no vaya a ser que por cualquier cosa –un pájaro, alguna mosca, una culebra...– llore asustada y esté despierta.
 
3
Vuelve de sembrar la señora Agustina un mediodía de primavera. Trae un niño a la espalda, guía con la aguijada a la pareja de bueyes y al entrar en el pueblo se encuentra con la señora Facunda, paseadora a esas horas y holgazana.
Agustina, ¿qué sembraste?
Rabias y ansias, Cunda.
Vaya, mujer, pues Dios quiera que no nazcan.

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