Escribe
Josep Pla, hablando sobre el paraguas, que es este uno de los objetos más perfectos
y acabados, no susceptibles de modificación apreciable, y por eso mismo intemporales.
Y añade que su origen hay que buscarlo en la cúpula arquitectónica, con la que
ciertamente guarda un notable parecido.
Tiene
razón, como casi siempre, el autor ampurdanés, al que muy pocos autores igualan
en cuanto a finura de observación se refiere (y basta para ello con hojear Les hores, libro que un servidor relee con el mayor gusto y provecho siempre que tiene ocasión).
No
se sabe al parecer el nombre del que lo inventó (a lo mejor un gallego), pero
sí la intención con que lo hizo: atraer y tener entretenidos a los nublados en
lo que más les gusta, que es ver cómo se mueven allá abajo esos redondeles de
diverso colorido y repiquetear en ellos la música del tambor.
En
la lista de los objetos perfectos ocupa el segundo lugar, según Pla, la rueda,
cuya invención, asegura, revolucionó el mundo y facilitó la vida del ser
humano, que no tuvo ya necesidad de arrastrar las cosas.
Completan
esa lista otros cuatro más, y por este orden: el reloj, la pipa, el timón de
las embarcaciones y los pantalones, estos últimos por la misma razón que los
paraguas: su forma intemporal, inmune a todo cambio sustancial ("¿Pueden
ser los pantalones objeto de alguna modificación esencial? No lo creo",
dice textualmente.)
En
cuanto al reloj, lo sería del todo, perfecto, si además del tiempo que es igual
para todos, midiera también el particular de cada uno, que nunca discurre uniforme
al mismo paso porque está sujeto a mil vaivenes, los de fuera y los de dentro,
los de la vida y la intemperie y los del corazón y la cabeza, que lo mismo da.
Borges
habría añadido algunos más a la lista: el libro ("el más asombroso de los
instrumentos del hombre"), el tablero de ajedrez, la llave, la espada y,
sin duda, el espejo.
A
propósito de este, reproduzco a continuación este breve cuento popular chino,
tomado de un libro, que recomiendo vivamente al profesorado, de Miguel Díez R., Cómo enseñar a leer en clase. Memorias de un
viejo profesor:
Un
campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su mujer le dijo:
-Por
favor, tráeme un peine.
En
la ciudad, vendió su arroz y bebió con unos compañeros. En el momento de
regresar se acordó de su mujer. Ella le había pedido algo, pero ¿qué? No podía
recordarlo. Compró un espejo en una tienda para mujeres y regresó al pueblo.
Entregó
el espejo a su mujer y salió de la habitación para volver a los campos. Su
mujer se miró en el espejo y se echó a llorar. La madre, que la vio llorando,
le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La
mujer le dio el espejo diciéndole:
-Mi
marido ha traído a otra mujer.
La
madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
-No
tienes de qué preocuparte, es muy vieja.
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