A don Emérito le
traté por vez primera hace ya una buena alforja de años, cuando estaba yo aún
saliendo de la edad rapaz. Fue por el verano, en el pueblo, y con ocasión de
pasear algunas tardes por la carretera con un tío cura y dos monjas, primas
lejanas de mi padre. No era raro en esos paseos que se hablara a ratos de cosas
altas del espíritu y de cosas bajas mundanas. Las monjas, como no estaban
acostumbradas a andar por el campo, veían a Dios en cualquier detalle, en un
roble copudo, en unas flores a la orilla de un arroyuelo, en una puesta de
sol…, y don Emérito, con la aquiescencia del tío cura, las amonestaba y les advertía
que corrían peligro de caer en panteísmo. Recuerdo que una de las monjas nada
más oírlo preguntó si eso era una herejía y don Emérito le contestó que sí, y
de las que pasaban inadvertidas, que eran las peores.
Y mira por dónde el
discurrir de la casualidad me lo hizo tropezar este mismo verano pasado una
mañana azul del mes de julio en la plaza de las Palomas de León.
–¿Quo vadis? –me preguntó después de
saludarme con inusitada afabilidad.
Le hice un gesto
vago y él me señaló con el mentón un banco vacío.
–Se conserva usted
muy bien, don Emérito.
–La mesa regalada
y la sana holganza. Ah, y los buenos libros que dan provecho. ¡Mens sana in corpore sano!
Don Emérito se
acomodó a sus anchas en el banco, espantó con un aspaviento un corro de palomas
y se puso a hurgar en las profundidades de la sotana.
–¿No se la quita
nunca?
–¡Quia! ¿Me ves a
mí disfrazado con el clergyman ese del Corte Inglés, o en atuendo de jubilado menestral?
De algún bolso
disimulado por allá dentro extrajo goloso un paquete de Ducados.
–In diebus illis fumaba cuarterón, y mira
con lo que me tengo que conformar ahora.
Aspiraba con
fruición el humo y en el rostro se le dibujaba el ademán solemne de las hondas
cavilaciones del espíritu.
–Pero, a sus años,
tiene que mirar por la salud…
–Ñoñeces de los
médicos, que andan empañados en que vivamos siempre en cuaresma. Gracias al
tabaco tengo la cabeza bien ventilada, los pulmones no lo sé. Y si te rige la
de aquí arriba lo demás también.
Don Emérito
refunfuñó por lo bajo y se revolvió con pesadumbre para aplastar la colilla en
el suelo.
–Pasa lo mismo que
con el peso –continuó con tono quejoso–. ¿A qué santo tanta aprensión con las
redondeces de la cintura? Acuérdate de que el mismísimo Tomás de Aquino apoyaba
en la ladera de su estómago los libros cuando leía, y hasta dicen que el papel
en que escribió la Summa. No de la
dieta sino de la abundancia brotan los frutos de la sabiduría. ¡Primum vivere, deinde philosofari!
Se quedó callado
un momento y exclamó luego con voz tronante:
–¡Veinte kilos
dice el galeno del hospital de Regla que me sobran, habrase visto ignorancia
tanta! Se consagra el patrón escuálido de lo que encoge y se condena la chicha
sabrosa que desborda: o tempora!, o mores!
–Es que, don
Emérito…–le interrumpí con tiento, y muy oportunamente, porque él, como
averiguándome el pensamiento, prosiguió de esta manera:
–Sí, ya sé que la
doctrina predica la frugalidad, y que no se aviene esta con un estómago
generoso como el mío… Y que si el decoro clerical, y que si patatín y que si
patatán… ¡Pamplinas! Lo único que lamento es esta figura con geometría de tonel
que el espejo me devuelve, y que es la que tiene la culpa de que se me haya
estropeado la buena caída de la sotana.
Un grupo de
jubilados apostados en torno a un banco próximo se estaba empeñando en abrir un
foro de discusión que principió con la política municipal y amenazaba con
encumbrarse a la nacional, y don Emérito se soliviantó. Algunos transeúntes se
detenían un momento, calibraban el alcance y contenido del improvisado debate,
posaban fugazmente la vista en la sotana de don Emérito y se alejaban calle
Mayor arriba sin tenerlas todas consigo.
–¡Anda, vámonos de
aquí! –me conminó agarrándome del codo.
Por quién sabe qué
secreta querencia pusimos rumbo sin mediar palabra ni previo acuerdo en
dirección a los aledaños del Húmedo, y por el camino se me vino a la mente
preguntarle a don Emérito si al fin su reiterada porfía por formar parte del
cabildo catedralicio con el cargo de canónigo sochantre había obtenido el
resultado apetecido, pero me detuve ahí, en el mero pensamiento, por si acaso
se alteraba su andar pacífico.
–¿Entramos? –le
invité al pasar por delante de una concurrida taberna que lucía en el cristal
una copiosa lista de ofrecimientos.
–Que me place.
Lo hicimos después
de dejar que escurriera el tropel atropellado de una jarca algo atolondrada de
mozuelos.
–Dos copinas de
orujo –se adelantó don Emérito al ademán del camarero–. Pero del bueno, ¿eh?
Y a renglón
seguido, para calmar el mohín de sorpresa que a lo mejor no había sabido yo disimular:
–El orujo arranca
las telarañas del esófago y orea los rincones del cerebro, ¿lo sabías?
Bebió la suya de
un trago luego de alzarla fugazmente al techo como si fuera un cáliz:
–In vino veritas –proclamó-. Ya lo dijo
el sabio.
El camarero se
acercó solícito, pero don Emérito le disuadió con toda la autoridad de su mano
extendida:
–Festina lente, Eutiquiano, que no ha
bajado todavía la del desayuno.
Se ensimismó a
continuación mientras rebuscaba otra vez en la sotana con qué entretener los
dedos.
–¿Se puede? –y sin
esperar la respuesta de Eutiquiano el camarero encendió con estudiada
parsimonia otro cigarrillo.
Las volutas del
humo le entrecerraban los párpados y, apercibido del carraspeo de un
parroquiano contiguo, se apresuró a cambiar de postura y retraer
momentáneamente al culpable bajo la palma de la mano.
–¿Para cuándo la
jubilación, don Emérito?
Se me quedó
mirando con una pizca de suspicacia.
–Para ayer –y se
acercó sin más a la puerta, apagó la colilla en el cenicero de la entrada y volvió
sacudiendo con garboso meneo la sotana.
Me miraba ahora de
soslayo, complacido sin duda por el presumible desconcierto de su lacónica
respuesta.
–Me jubilaron
–confesó al cabo pesaroso–. Va ya para dos años. Tuve ciertas diferencias con el obispo y la camarilla episcopal.
Peccata minuta, pero ahí me tienen confinado
en un convento consolando a un puñado de monjitas. Apartado de la feligresía
seglar, que era lo mío. Y también de las clases en el seminario, por incitación
a la iconoclastia según el informe del chupatintas diocesano. Pero qué le vamos
a hacer: Sic transit gloria mundi!, como
dice el Kempis.
–He oído que sus
sermones…
–Sí, ya sé que
corren voces por ahí sobre el particular. Cada uno es libre de predicar según
sus alcances, y qué tiene de malo hacerlo sobre la vida perdurable de allá
arriba, o séase la parcelita en el paraíso, pero sin renunciar a la vida
saludable de aquí abajo. O sobre la forma y manera de acomodar el vivir y el
razonar, que es en los humanos lo más difícil. Sigo en esto mi máxima favorita:
“Iguala con la vida el pensamiento”. Es un verso de Nicolás Fernández de
Andrada, un gran poeta. ¿No lo leéis en las aulas? ¿No? ¡Así os salen de lelos
y desnortados esos pobres adolescentes, ayunos del latín y de la poesía
clásica!
Seguimos luego
hablando un rato de esto y de lo de más allá, hasta que don Emérito consultó el
reloj, se llevó acto seguido las manos a la cabeza, soltó un improperio y se despidió
con un precipitado abrazo.
–Salutem plurimam! –me dijo desde la
puerta.
Se fue él y me
quedé yo, entretenido en revolver las aguas quietas del tiempo ido. Y por el
río de la memoria abajo volví a aquellos
años rapaces en que el calendario litúrgico, el novenario y las festividades
religiosas marcaban el paso de las estaciones: los Reyes y el aguinaldo; las
candelas; la cuaresma, con el calvario al mediodía nada más salir de la
escuela, los santos de luto en los altares y los viernes de ayuno y
abstinencia; san José y su correspondiente novena (“Patriarca José bondadoso…”,
se cantaba al final); la semana santa de viacrucis, oficios y carracas, que las
campanas se quedaban mudas hasta el sábado de gloria; el rosario del mes de
mayo; la novena del Sagrado Corazón y las flores del Corpus…
Y el latín, la
lengua de Dios, que se bastaba por sí solo para dar realce al ceremonial
litúrgico. Un ceremonial que prendía en los ojos niños porque tenía el misterio
de los ritos sagrados, la magia de lo desconocido, el hechizo de lo
incomprendido. Por eso asistíamos con admirada atención a los oficios
religiosos, que no eran como lo son ahora sosos, desangelados y asépticos (sirva
como demostración y ejemplo el recuento apresurado de las tareas asignadas a
los monaguillos: encender y apagar las velas, acercar y retirar las vinajeras,
tocar la esquila, levantarle la punta de la casulla en la consagración al
celebrante, sostener la bandeja por debajo de la barbilla de los comulgantes
sin rozarles el cuello, cargar con el misal abierto en el atril y cambiarlo del
lado de la epístola al del evangelio haciendo a medio camino una genuflexión,
preparar el incensario, ayudar a vestir y desvestir al sacerdote en la
sacristía…).
¡El latín! La de
palabras y expresiones que sin esfuerzo y a fuerza solo de oírlas y repetirlas
aprendimos de esa lengua: oremus,
repetía el señor cura en la misa levantando los brazos al cielo; acababa el
introito y entonaba el gloria in excelsis
Deo; lectio epistolae beati Pauli
apostoli…, solía principiar la epístola; in illo tempore era el comienzo habitual del evangelio. Y venían
luego el credo, y el sanctus, y el dominus vobiscum (et cum
spiritu tuo, respondían los fieles) y el sursum corda (habemus ad
dominum, era la réplica) del prefacio, y el orate, fratres, y el pater
noster, y el agnus Dei (…qui tollis peccata mundi, así
continuaba), y el corpus Christi con
que se acompañaba el acto de la comunión, y así hasta acabar con el ite, missa est. Lo mismo ocurría por la
tarde en el rosario en llegando a la letanía: domus aurea, turris eburnea, ianua coeli, stella matutina…, iba
murmurando el señor cura, y ora pro nobis
contestábamos desde los bancos.
También los cantos
los distinguíamos por el nombre latino: el Pange
lingua, el Te Deum, el Libera me, Domine, el Miserere, el Dies irae , el Tantum ergo
(…sacramentum: “Tanto negro
sacramento”, según cantaba una devota de Pedrosa del Rey, pueblo hoy sepultado
bajo las negras aguas de un pantano), el Veni,
Creator, el Salve, Regina…, y
algún otro que se me queda en el tintero.
Y así otros muchos
ejemplos si algunos impostergables quehaceres no me hubieran impedido continuar
un rato más en aquella taberna de los aledaños del Húmedo tirando de los hilos
del recordar. Pero, ay, tempus fugit, que diría el susodicho,
cuyo reencuentro sirvió para darle un hilván a esos hilos y a este escrito.
Si alguna vez te ves con don Emeterio pregúntale por Homero, Cervantes, Mozart, Van Gogh o la devota de Pedrosa, seguro les conoció ayer, cuando se jubiló.
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