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miércoles, 1 de agosto de 2018

Latines


A don Emérito le traté por vez primera hace ya una buena alforja de años, cuando estaba yo aún saliendo de la edad rapaz. Fue por el verano, en el pueblo, y con ocasión de pasear algunas tardes por la carretera con un tío cura y dos monjas, primas lejanas de mi padre. No era raro en esos paseos que se hablara a ratos de cosas altas del espíritu y de cosas bajas mundanas. Las monjas, como no estaban acostumbradas a andar por el campo, veían a Dios en cualquier detalle, en un roble copudo, en unas flores a la orilla de un arroyuelo, en una puesta de sol…, y don Emérito, con la aquiescencia del tío cura, las amonestaba y les advertía que corrían peligro de caer en panteísmo. Recuerdo que una de las monjas nada más oírlo preguntó si eso era una herejía y don Emérito le contestó que sí, y de las que pasaban inadvertidas, que eran las peores.
Y mira por dónde el discurrir de la casualidad me lo hizo tropezar este mismo verano pasado una mañana azul del mes de julio en la plaza de las Palomas de León.
–¿Quo vadis? –me preguntó después de saludarme con inusitada afabilidad.
Le hice un gesto vago y él me señaló con el mentón un banco vacío.
–Se conserva usted muy bien, don Emérito.
–La mesa regalada y la sana holganza. Ah, y los buenos libros que dan provecho. ¡Mens sana in corpore sano!
Don Emérito se acomodó a sus anchas en el banco, espantó con un aspaviento un corro de palomas y se puso a hurgar en las profundidades de la sotana.
–¿No se la quita nunca?
–¡Quia! ¿Me ves a mí disfrazado con el clergyman ese del Corte Inglés, o en atuendo de jubilado menestral?
De algún bolso disimulado por allá dentro extrajo goloso un paquete de Ducados.
In diebus illis fumaba cuarterón, y mira con lo que me tengo que conformar ahora.    
Aspiraba con fruición el humo y en el rostro se le dibujaba el ademán solemne de las hondas cavilaciones del espíritu.
–Pero, a sus años, tiene que mirar por la salud…
–Ñoñeces de los médicos, que andan empañados en que vivamos siempre en cuaresma. Gracias al tabaco tengo la cabeza bien ventilada, los pulmones no lo sé. Y si te rige la de aquí arriba lo demás también.
Don Emérito refunfuñó por lo bajo y se revolvió con pesadumbre para aplastar la colilla en el suelo.
–Pasa lo mismo que con el peso –continuó con tono quejoso–. ¿A qué santo tanta aprensión con las redondeces de la cintura? Acuérdate de que el mismísimo Tomás de Aquino apoyaba en la ladera de su estómago los libros cuando leía, y hasta dicen que el papel en que escribió la Summa. No de la dieta sino de la abundancia brotan los frutos de la sabiduría. ¡Primum vivere, deinde philosofari! 
Se quedó callado un momento y exclamó luego con voz tronante:
–¡Veinte kilos dice el galeno del hospital de Regla que me sobran, habrase visto ignorancia tanta! Se consagra el patrón escuálido de lo que encoge y se condena la chicha sabrosa que desborda: o tempora!, o mores!  
–Es que, don Emérito…–le interrumpí con tiento, y muy oportunamente, porque él, como averiguándome el pensamiento, prosiguió de esta manera:
–Sí, ya sé que la doctrina predica la frugalidad, y que no se aviene esta con un estómago generoso como el mío… Y que si el decoro clerical, y que si patatín y que si patatán… ¡Pamplinas! Lo único que lamento es esta figura con geometría de tonel que el espejo me devuelve, y que es la que tiene la culpa de que se me haya estropeado la buena caída de la sotana.
Un grupo de jubilados apostados en torno a un banco próximo se estaba empeñando en abrir un foro de discusión que principió con la política municipal y amenazaba con encumbrarse a la nacional, y don Emérito se soliviantó. Algunos transeúntes se detenían un momento, calibraban el alcance y contenido del improvisado debate, posaban fugazmente la vista en la sotana de don Emérito y se alejaban calle Mayor arriba sin tenerlas todas consigo.
–¡Anda, vámonos de aquí! –me conminó agarrándome del codo.
Por quién sabe qué secreta querencia pusimos rumbo sin mediar palabra ni previo acuerdo en dirección a los aledaños del Húmedo, y por el camino se me vino a la mente preguntarle a don Emérito si al fin su reiterada porfía por formar parte del cabildo catedralicio con el cargo de canónigo sochantre había obtenido el resultado apetecido, pero me detuve ahí, en el mero pensamiento, por si acaso se alteraba su andar pacífico.
–¿Entramos? –le invité al pasar por delante de una concurrida taberna que lucía en el cristal una copiosa lista de ofrecimientos.
–Que me place.
Lo hicimos después de dejar que escurriera el tropel atropellado de una jarca algo atolondrada de mozuelos.
–Dos copinas de orujo –se adelantó don Emérito al ademán del camarero–. Pero del bueno, ¿eh?
Y a renglón seguido, para calmar el mohín de sorpresa que a lo mejor no había sabido yo disimular:
–El orujo arranca las telarañas del esófago y orea los rincones del cerebro, ¿lo sabías?
Bebió la suya de un trago luego de alzarla fugazmente al techo como si fuera un cáliz:
In vino veritas –proclamó-. Ya lo dijo el sabio.
El camarero se acercó solícito, pero don Emérito le disuadió con toda la autoridad de su mano extendida:
Festina lente, Eutiquiano, que no ha bajado todavía la del desayuno.
Se ensimismó a continuación mientras rebuscaba otra vez en la sotana con qué entretener los dedos.
–¿Se puede? –y sin esperar la respuesta de Eutiquiano el camarero encendió con estudiada parsimonia otro cigarrillo.
Las volutas del humo le entrecerraban los párpados y, apercibido del carraspeo de un parroquiano contiguo, se apresuró a cambiar de postura y retraer momentáneamente al culpable bajo la palma de la mano.
–¿Para cuándo la jubilación, don Emérito?
Se me quedó mirando con una pizca de suspicacia.
–Para ayer –y se acercó sin más a la puerta, apagó la colilla en el cenicero de la entrada y volvió sacudiendo con garboso meneo la sotana.
Me miraba ahora de soslayo, complacido sin duda por el presumible desconcierto de su lacónica respuesta.
–Me jubilaron –confesó al cabo pesaroso–. Va ya para dos años. Tuve ciertas  diferencias con el obispo y la camarilla episcopal. Peccata minuta, pero ahí me tienen confinado en un convento consolando a un puñado de monjitas. Apartado de la feligresía seglar, que era lo mío. Y también de las clases en el seminario, por incitación a la iconoclastia según el informe del chupatintas diocesano. Pero qué le vamos a hacer: Sic transit gloria mundi!, como dice el Kempis.  
–He oído que sus sermones…
–Sí, ya sé que corren voces por ahí sobre el particular. Cada uno es libre de predicar según sus alcances, y qué tiene de malo hacerlo sobre la vida perdurable de allá arriba, o séase la parcelita en el paraíso, pero sin renunciar a la vida saludable de aquí abajo. O sobre la forma y manera de acomodar el vivir y el razonar, que es en los humanos lo más difícil. Sigo en esto mi máxima favorita: “Iguala con la vida el pensamiento”. Es un verso de Nicolás Fernández de Andrada, un gran poeta. ¿No lo leéis en las aulas? ¿No? ¡Así os salen de lelos y desnortados esos pobres adolescentes, ayunos del latín y de la poesía clásica!         
Seguimos luego hablando un rato de esto y de lo de más allá, hasta que don Emérito consultó el reloj, se llevó acto seguido las manos a la cabeza, soltó un improperio y se despidió con un precipitado abrazo.
Salutem plurimam! –me dijo desde la puerta.
Se fue él y me quedé yo, entretenido en revolver las aguas quietas del tiempo ido. Y por el río de la memoria abajo volví  a aquellos años rapaces en que el calendario litúrgico, el novenario y las festividades religiosas marcaban el paso de las estaciones: los Reyes y el aguinaldo; las candelas; la cuaresma, con el calvario al mediodía nada más salir de la escuela, los santos de luto en los altares y los viernes de ayuno y abstinencia; san José y su correspondiente novena (“Patriarca José bondadoso…”, se cantaba al final); la semana santa de viacrucis, oficios y carracas, que las campanas se quedaban mudas hasta el sábado de gloria; el rosario del mes de mayo; la novena del Sagrado Corazón y las flores del Corpus…
Y el latín, la lengua de Dios, que se bastaba por sí solo para dar realce al ceremonial litúrgico. Un ceremonial que prendía en los ojos niños porque tenía el misterio de los ritos sagrados, la magia de lo desconocido, el hechizo de lo incomprendido. Por eso asistíamos con admirada atención a los oficios religiosos, que no eran como lo son ahora sosos, desangelados y asépticos (sirva como demostración y ejemplo el recuento apresurado de las tareas asignadas a los monaguillos: encender y apagar las velas, acercar y retirar las vinajeras, tocar la esquila, levantarle la punta de la casulla en la consagración al celebrante, sostener la bandeja por debajo de la barbilla de los comulgantes sin rozarles el cuello, cargar con el misal abierto en el atril y cambiarlo del lado de la epístola al del evangelio haciendo a medio camino una genuflexión, preparar el incensario, ayudar a vestir y desvestir al sacerdote en la sacristía…).
¡El latín! La de palabras y expresiones que sin esfuerzo y a fuerza solo de oírlas y repetirlas aprendimos de esa lengua: oremus, repetía el señor cura en la misa levantando los brazos al cielo; acababa el introito y entonaba el gloria in excelsis Deo; lectio epistolae beati Pauli apostoli…, solía principiar la epístola; in illo tempore era el comienzo habitual del evangelio. Y venían luego el credo, y el sanctus, y el dominus vobiscum (et cum spiritu tuo, respondían los fieles) y el sursum corda (habemus ad dominum, era la réplica) del prefacio, y el orate, fratres, y el pater noster, y el agnus Dei (…qui tollis peccata mundi, así continuaba), y el corpus Christi con que se acompañaba el acto de la comunión, y así hasta acabar con el ite, missa est. Lo mismo ocurría por la tarde en el rosario en llegando a la letanía: domus aurea, turris eburnea, ianua coeli, stella matutina…, iba murmurando el señor cura, y ora pro nobis contestábamos desde los bancos.
También los cantos los distinguíamos por el nombre latino: el Pange lingua, el Te Deum, el Libera me, Domine, el Miserere, el Dies irae , el Tantum ergo (…sacramentum: “Tanto negro sacramento”, según cantaba una devota de Pedrosa del Rey, pueblo hoy sepultado bajo las negras aguas de un pantano), el Veni, Creator, el Salve, Regina…, y algún otro que se me queda en el tintero.
Y así otros muchos ejemplos si algunos impostergables quehaceres no me hubieran impedido continuar un rato más en aquella taberna de los aledaños del Húmedo tirando de los hilos del recordar. Pero, ay,  tempus fugit, que diría el susodicho, cuyo reencuentro sirvió para darle un hilván a esos hilos y a este escrito.

2 comentarios:

  1. Si alguna vez te ves con don Emeterio pregúntale por Homero, Cervantes, Mozart, Van Gogh o la devota de Pedrosa, seguro les conoció ayer, cuando se jubiló.

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