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lunes, 4 de febrero de 2019

Nieve


Antes nevaba siempre, sobre todo en los pueblos y cuando éramos niños, por eso la nieve y la infancia ocupan juntas el mismo rincón de la memoria.
La nieve bienhechora que nos impedía algunos días ir a la escuela, y qué bien se estaba entonces en casa, viendo nevar desde la ventana: las calles blancas recién estrenadas, el mundo sin cielo ni horizonte, el paisaje una imagen borrosa en el fondo de un espejo empañado.
Y los copos... De un color blanco grisáceo los más pequeños, que se resistían a posarse y trazaban garabatos y ensayaban acrobacias en el aire antes de hacerlo; más gruesos y más blancos, con prisa por llegar al suelo, los que caían juntos y apretados formando una espesa cortina cuando paraba el viento y se ponía a nevar con ganas.
Por el camino los había que tropezaban con las ramas de los árboles o las puntas de los arbustos, que se iban inclinando poco a poco bajo su peso como si agacharan la cabeza...
Pero todas las cosas, hasta las más poéticas, tienen su explicación científica.
Kepler, el famoso astrónomo y matemático alemán, conocido sobre todo por sus leyes sobre el movimiento de los planetas, estudió también los copos de nieve, cuya forma y belleza le subyugaban. Y así, en 1611, llegó a la conclusión de que presentaban invariablemente la forma de una estrellita de seis puntas. Intrigado por el hecho, observó que la misma estructura se repetía en algunos seres del mundo natural, como las celdillas de las abejas en los panales y las pepitas de las granadas.
Hoy se sabe que los copos son anillos hexagonales de moléculas de agua y que esa forma hexagonal básica se desarrolla de varias maneras, dependiendo de la temperatura y la humedad del aire, motivo por el cual no hay dos copos de nieve que sigan la misma trayectoria.

                                                     (La Razón, 28 de enero de 2019)

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