Antes nevaba
siempre, sobre todo en los pueblos y cuando éramos niños, por eso la nieve y la
infancia ocupan juntas el mismo rincón de la memoria.
La nieve bienhechora
que nos impedía algunos días ir a la escuela, y qué bien se estaba entonces en
casa, viendo nevar desde la ventana: las calles blancas recién estrenadas, el
mundo sin cielo ni horizonte, el paisaje una imagen borrosa en el fondo de un
espejo empañado.
Y los copos... De
un color blanco grisáceo los más pequeños, que se resistían a posarse y
trazaban garabatos y ensayaban acrobacias en el aire antes de hacerlo; más
gruesos y más blancos, con prisa por llegar al suelo, los que caían juntos y
apretados formando una espesa cortina cuando paraba el viento y se ponía a
nevar con ganas.
Por el camino
los había que tropezaban con las ramas de los
árboles o las puntas de los arbustos, que se iban inclinando poco a poco bajo
su peso como si agacharan la cabeza...
Pero todas las
cosas, hasta las más poéticas, tienen su explicación científica.
Kepler, el famoso
astrónomo y matemático alemán, conocido sobre todo por sus leyes sobre el
movimiento de los planetas, estudió también los copos de nieve, cuya forma y
belleza le subyugaban. Y así, en 1611, llegó a la conclusión de que presentaban
invariablemente la forma de una estrellita de seis puntas. Intrigado por el
hecho, observó que la misma estructura se repetía en algunos seres del mundo
natural, como las celdillas de las abejas en los panales y las pepitas de las
granadas.
Hoy se sabe que
los copos son anillos hexagonales de moléculas de agua y que esa forma
hexagonal básica se desarrolla de varias maneras, dependiendo de la temperatura
y la humedad del aire, motivo por el cual no hay dos copos de nieve que sigan
la misma trayectoria.
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