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lunes, 13 de mayo de 2019

Una cultura que se extingue


La cultura rural, me refiero, la vida campesina de la España vaciada que salió en los papeles el tiempo que duró la pasada campaña electoral. Apenas había cambios en ella, y si los había eran muy lentos y no demasiado perceptibles. Hijos, padres y abuelos vivían en el mismo pueblo en que nacían, y en él morían también; muchos, incluso, en la misma casa. (Morir uno donde ha nacido: a qué pocos les es dado este privilegio.)

Atados de por vida a la tierra, permanecían en ella resignados para siempre a sus pequeños destinos. Lo porvenir se presentaba a sus ojos como un camino llano y acaso sinuoso pero uniforme, sin acontecimientos ni sorpresas previsibles.

El mundo estaba muy lejos y las cosas que pasaban en él y que escuchaban por la radio apenas tenían que ver con sus preocupaciones. Las modas y otras costumbres pasajeras rara vez llamaban a sus puertas. Viajaban poco, solo por necesidad; los hombres algo más, cuando los llamaban para cumplir el servicio militar; las mujeres, si acaso alguna vez a la cabeza de la comarca o a la capital de la provincia, para mirarse la vista o cualquier otro requerimiento de la salud.

Labradores y pastores que acompasaban los trabajos y los días de su existencia al discurrir tranquilo y despacioso de las estaciones. Unas tierras de pan llevar y los pastos comunales para el ganado; la yunta y docena y media de ovejas. Lo justo para salir adelante. Arar y sembrar en primavera, segar en verano, recolectar los frutos y prepararse para el invierno en los meses del otoño... Cada estación su trabajo, y cada trabajo su afán.

Así hasta que no hubo más remedio que marchar. El porvenir estaba en otra parte y había que ir a buscarlo, con la esperanza de una colocación segura en el bolsillo o a la ventura por esos mundos de Dios adelante a probar fortuna.

                                                     (La Razón, 6 de mayo de 2019)


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