La cultura rural, me refiero, la vida campesina de la España
vaciada que salió en los papeles el tiempo que duró la pasada campaña
electoral. Apenas había cambios en ella, y si los había eran muy lentos y no
demasiado perceptibles. Hijos, padres y abuelos vivían en el mismo pueblo en
que nacían, y en él morían también; muchos, incluso, en la misma casa. (Morir
uno donde ha nacido: a qué pocos les es dado este privilegio.)
Atados de por vida a la tierra, permanecían en ella
resignados para siempre a sus pequeños destinos. Lo porvenir se presentaba a
sus ojos como un camino llano y acaso sinuoso pero uniforme, sin
acontecimientos ni sorpresas previsibles.
El mundo estaba muy lejos y las cosas que pasaban en él y
que escuchaban por la radio apenas tenían que ver con sus preocupaciones. Las
modas y otras costumbres pasajeras rara vez llamaban a sus puertas. Viajaban
poco, solo por necesidad; los hombres algo más, cuando los llamaban para
cumplir el servicio militar; las mujeres, si acaso alguna vez a la cabeza de la
comarca o a la capital de la provincia, para mirarse la vista o cualquier otro
requerimiento de la salud.
Labradores
y pastores que acompasaban los trabajos y los días de su existencia
al discurrir tranquilo y despacioso de las estaciones.
Unas tierras de pan llevar y los pastos comunales para el ganado; la yunta y
docena y media de ovejas. Lo justo para salir adelante. Arar y sembrar en
primavera, segar en verano, recolectar los frutos y prepararse para el invierno
en los meses del otoño... Cada estación su trabajo, y cada trabajo su afán.
Así hasta que no hubo más remedio que marchar. El
porvenir estaba en otra parte y había que ir a buscarlo, con la esperanza de
una colocación segura en el bolsillo o a la ventura por esos mundos de Dios
adelante a probar fortuna.
(La Razón, 6 de mayo de 2019)
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