–Sola
estaba fuera y sola estoy también aquí. Somos muchos, cerca de cuarenta, pero
estamos solos. Y eso es lo peor de todo, la soledad. Y el no tener ilusión por
lo que vaya a venir. Como si el día de mañana no existiera, ¿sabe usted? Que
casi podría decir que vive una de lo que ha sido, todo el santo día dándole
vueltas a la memoria. No me acuerdo ya de lo que hice ayer pero cada vez se me
representan más a lo vivo las cosas del pasado, que se me ponen ahí delante
como si las estuviera viendo.
La
señora Antonia, contraviniendo el reglamento, está sentada en un rincón del
pasillo –la silla la ha traído del
comedor–, de cara al ventanal que da al jardín. Llueve, y ella
contempla en silencio el alboroto que se trae el aire con las hojas y sigue con
detenimiento el recorrido caprichoso de alguna gota de agua en el cristal.
–¡Con
lo que me gustaba a mí sentarme al lado del balcón en mi casa cuando llovía...!
Por eso no me he podido resistir y he venido aquí. Hasta que se den cuenta y me
manden para dentro. ¿Qué cómo me va en la residencia, me pregunta? Se lo
diré... ¿Sabe usted lo que es un guardamuebles? Pues esto lo mismo, solo que de
personas. O sea, un guardaviejos. Viejos que sobran y son un estorbo, como una
servidora. Tres hijos crié, y aquí me tiene. Aunque no quiero decir que tengan
ellos la culpa, no. Son estos tiempos de tanto cambio, y el mundo, que parece
trastornado. Porque antes, ¿sabe usted?, a los viejos, como yo digo, se les
cuidaba en casa, y cuanto más viejos más respeto se les tenía, y en casa
esperaban tranquilamente a que les llegara la hora. Pero, claro, eran otros
tiempos, y de qué nos sirve ahora lamentarnos...
(La Razón, 5 de julio de 2020)
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