Vino este año más callada
que de costumbre y, encerrados como estábamos en casa, nadie salió a recibirla
a los caminos. Entró de puntillas por las calles y, al verlas desiertas, se
volvió a su escondrijo a consultar el calendario, por si se había equivocado de
fecha. Pero nos trajo los días buenos, vistió los árboles y el campo, multiplicó
los pájaros y se esforzó luego todo lo que pudo por hacernos más llevadero el
largo tiempo de espera.
No la cantan ya los
poetas, que son todos de sensibilidad urbana y en cuanto oyen hablar de las
cosas del campo apagan el ordenador.
Tampoco la describen los
niños en sus redacciones escolares, porque no es un tema que propicie una
reflexión sobre valores, actitudes y normas, y mucho menos sobre estereotipos y
prejuicios socioculturales, que es lo que se estila.
Pero será siempre la
estación más bonita del año, porque con ella vuelve la vida al mundo natural,
que es nuestro espejo.
Ayer se despidió, y nos
deja el mundo un poco mejor de lo que a su llegada lo encontró, con los niños
jugando otra vez en los parques, las calles llenas de gente y las fechas azules
del verano asomadas a la ventana del calendario (y allá en mi tierra la flor
del espino albar, la más guapa de todas porque es la más humilde y
natural).
Y en hora buena vuelvas,
primavera...
Aunque, cuando eso
ocurra, habrán pasado ya doce meses, y seremos un poco más viejos, y se nos
habrán ido cayendo por el camino algunas hojas, quién sabe si de las amarillas
que caen a su debido tiempo o de las verdes que se desprenden de las ramas
cuando aún no les corresponde, pero, pase lo que pase, te estaremos esperando
con renovadas ilusiones y pondremos en tu llegada las mismas esperanzas que
ponen los pájaros y los árboles y las fuentes.
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