Tanto
lo había deseado que le parecía imposible que algún día fuera a suceder. Andar
por los caminos, perderse en el monte. Lo que antes era la rutina del fin de
semana convertido ahora en todo un acontecimiento. Tres meses como tres siglos
esperando que llegara. Una brecha en el tiempo que no terminaba de cicatrizar.
Salir
a la carretera. Las molestias del tráfico, que han dejado de serlo. El coche como
un aliado. Le salvaguarda y le lleva. Para qué correr, no hay prisa por llegar
si el viaje se hace en libertad. Ahí está el espectáculo siempre nuevo y
cambiante del paisaje. Solo cuando se pierde una cosa se aprende a valorarla. En
los conductores que le adelantan advierte un gesto de complicidad.
Le
recibió, al bajar del coche, una de esas tardes del mes de junio que son sin
duda una de las mayores maravillas del mundo natural.
Los
primeros pasos, como un niño que estrenara unos zapatos nuevos. Y le vienen al recuerdo
los primeros días, cuando desde el balcón veía a los que caminaban encogidos
por la calle, mirando al suelo, como temerosos de estar infringiendo alguna
norma y que alguien les pudiera llamar la atención. Y la primera vez que se
atrevió a salir, con una bufanda por escudo, zigzagueando de la acera a la
calzada.
El
silencio del camino que regala el milagro de la calma. El aire hablando en voz
baja con las hojas nuevas de los árboles. Los olores que la lluvia, tan
aplicada esta primavera, le ha sacado al monte.
Pero
ningún regalo comparable al de la libertad.
Los
pájaros, que cantan por estar vivos, qué mejor motivo, y una lección que
podríamos aprender. En una encrucijada se desvió de la ruta. Le costó abrirse
paso por entre la maleza hasta llegar al alto.
Se
tumbó sobre la hierba y, mirando al cielo, se entretuvo durante un rato en
ponerles nombres a las nubes como hacía cuando era niño: ¡una isla, una
cordillera, una torre, un rebaño...! Y por unos momentos, al despertar, le
pareció que el coronavirus ya no estaba allí.
(La Razón, 15 de junio de 2020)
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