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miércoles, 12 de abril de 2017

Historias de andar, reales como la literatura misma

Viajar
Los oigo que hablan detrás de mí mientras espero en el paso de peatones a cruzar la Diagonal y la atención se queda prendida al instante de lo que uno de ellos -el que parece de más edad, me ha dado tiempo a volver discretamente la cabeza y con disimulo hacer un reconocimiento fugaz- le va diciendo a su acompañante:   
-Viajar, viajar... Como si fuera una obligación. Llegan dos días de fiesta y hala, todo el mundo de viaje. Y a los mismos sitios, además. Porque hay que ir donde van todos, que es donde dicen las agencias y los anuncios y los que están detrás del negocio. Menudos paletos nos estamos volviendo, de tanto dejarnos llevar. En manada a los aeropuertos, o en fila india a quemar gasolina por las carreteras, y siempre por las rutas señaladas, y todo programado no vaya a ser que alguien se salga del rebaño. ¿O no es así? ¿Tengo razón o no la tengo? Es que, joder, ya está bien...
Ya en la Rambla de Catalunya, una de las calles de Barcelona que ha retenido porte y carácter, y acaso la más pacífica, entretenida y hospita laria para el paseo tranquilo, adapto el paso al suyo para no perder la conversación:
-Si parecemos robots... Y lo peor es que no nos damos cuenta, la gente está enganchada al sistema y tan feliz. Ni siquiera montándose el viaje por sus propios medios se libra. Porque sí, mucho internet y mucho organizar por su cuenta todo, los desplazamientos y el hotel y los aviones o lo que sea, pero luego a la hora de la verdad, ¿qué? Lo de siempre, y lo que te dice uno y lo que te aconseja el otro y lo que oyes por aquí y por allá. Tan listos como parecemos ahora, y nada, como si no hubiera más sitios. Sitios que no vengan en las guías, sitios donde no vaya nadie, que son los únicos auténticos que quedan. Y cada vez menos, porque allá donde llegan los turistas queda todo como si hubiera pasado el caballo de Atila, devastado. Bueno, a lo mejor exagero un poco, pero casi.
En el semáforo de Rambla de Catalunya con Còrsega se queda momentáneamente callado, pero enseguida vuelve sobre el tema:
-Mira lo que te voy a decir: a mí me gusta viajar, a quién no, al extranjero sobre todo porque lo de aquí no es que no me interese, no, lo que pasa es que lo tengo ya muy andado, lo que vale la pena conocer, que no es poco dicho sea de paso... Por dónde iba, ah sí, que a mí me gusta visitar países, y recorrer ciudades, y ver  museos, lo mismo que a ti, supongo, pero es que llega un momento en que hasta eso te planteas, si merece la pena. Que te paras a pensar y dices: sí, muy bonito, el monumento o lo que sea, pero qué, al fin y al cabo es ir hasta allí para hacerse la foto, presumir luego de que has estado en tal y tal sitio y poco más, no sé si eso compensa. Porque esa foto la tienes en todas partes, y ese monumento lo puedes admirar desde tu casa en el ordenador, y ese edificio lo recorres de arriba abajo con el móvil... ¿Tengo o no tengo razón? En resumidas cuentas, y a lo que iba, y no creas que hablo en broma: que a mí ahora en estos momentos, y es algo que vengo pensando y madurando desde hace una temporada, lo que más me gustaría es hacer como un amigo mío, a lo mejor ya te lo he contado, que viaja solo a pueblos pequeños como el suyo, para comparar, dice él. Pues a mí, fíjate bien, y eso que lo rural y el senderismo y esas cosas ni fu ni fa, me dan ganas de hacer lo mismo, visitar y conocer pueblos, pueblos adonde no haya llegado todavía el turismo y conserven una pizca de lo que eran antes, pueblos tranquilos donde se pueda andar por el campo y perderse uno solo si quiere por los montes, pueblos con vacas y con pájaros, pueblos donde viva gente que cuando llegan dos días de fiesta no tenga ganas de ir a ningún sitio y prefiera quedarse allí en su casa sin hacer nada descansando o aburriéndose porque es donde está más a gusto... 

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