No salen muy favorecidos los pájaros en las páginas del
diccionario: tener la cabeza a pájaros
o tenerla llena de pájaros, se dice
de quien alimenta fantasías o ilusiones infundadas y se comporta por ello de
forma algo atolondrada e insensata; cabeza
de chorlito se aplica a la persona ligera y de poco juicio... Y otro tanto
les ocurre a algunas aves: hacer el ganso
equivale a hacer o decir tonterías para causar risa, ser un gallina es ser un cobarde...
Tampoco en el ámbito de la ciencia y el conocimiento
salían los pájaros bien parados, pues durante mucho tiempo se les ha catalogado
como meros autómatas voladores, dotados de un minúsculo cerebro capaz
únicamente de gestionar conductas instintivas.
Hoy se sabe, en cambio, que los pájaros aprenden sus
cantos como aprendemos nosotros el lenguaje, que imitan comportamientos de
otras aves, que anticipan la llegada de una tormenta lejana, que pueden
encontrar la ruta hasta un lugar en el que nunca han estado;
que hay una especie que esconde hasta treinta y tres mil
semillas esparcidas por docenas de kilómetros cuadrados y meses más tarde aún
recuerda el sitio donde las dejó, y otra que es experta en abrir cerraduras, y
otra capaz de resolver un rompecabezas en el mismo tiempo en que lo haría un
niño de cinco años; que hay pájaros que saben contar y realizar cálculos
matemáticos simples, y otros capaces de fabricar sus propias herramientas, de
moverse al ritmo de la música, de entender principios básicos de física, de
recordar el pasado y hacer planes para el futuro.
Por poner ejemplos concretos: que las palomas reconocen
rostros humanos familiares, que los gorriones de Java distinguen idiomas, que
las urracas reconocen su propia imagen en un espejo, que tanto los herrerillos
como los carboneros adquirieron la habilidad de abrir los tapones de cartón de
las botellas de leche que se dejaban por la mañana ante las puertas, algo que
se pudo constatar en determinadas localidades del Reino Unido ya hacia 1920 y
se vio posteriormente corroborado...
De esos tímidos animalillos descendientes de los últimos
dinosaurios, que habitan en todos los rincones, desde el ecuador y los
desiertos hasta los polos y los picos más altos, y en cualquier hábitat, en
tierra, mar y agua dulce, y cuyo número, según cálculos de la comunidad
científica, oscilaba a finales del pasado siglo entre los doscientos y
cuatrocientos mil millones, lo que representa entre treinta y sesenta ejemplares
vivos por persona, trata el libro El
ingenio de los pájaros (Ariel, 2017), escrito por la científica
norteamericana Jennifer Ackerman, y del que un servidor ha extraído los datos y
las observaciones precedentes. También, a modo de reclamo, y porque no ha
podido resistir la tentación, el párrafo siguiente:
"Muchas especies de aves son muy sociables. Crían en
colonias, se bañan en grupos, descansan en congregaciones y se alimentan en
bandadas. Escuchan a hurtadillas.
Discuten. Hacen trampas. Engañan y manipulan. Secuestran. Se divorcian. Exhiben
un pronunciado sentido de la justicia. Hacen regalos. Juegan al balón
prisionero y al juego de tirar de la cuerda con ramitas, filamentos de musgo y
trocitos de gasa. Roban a sus vecinas. Advierten a sus crías que se mantengan
alejadas de las desconocidas. Se burlan. Cultivan sus redes sociales. Rivalizan
por el estatus. Se besan para consolarse mutuamente. Enseñan a su prole.
Chantajean a sus padres. Convocan a testigos para presenciar la muerte de un
compañero e incluso hacen duelo".
A los humanos, no sé el motivo, se nos adjudicó alguna destreza que los pájaros aún no practican, pero si hablamos de altura de miras no llegamos a la primera rama del árbol.
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