Lo que daría uno por poder asomarse alguna vez al pasado, aunque fuera solo por poco tiempo, lo justo para ver pasar la vida en un día cualquiera de una ciudad cualquiera. Barcelona, por ejemplo, un domingo como el del pasado 26 de mayo, por señalar una fecha destacada del calendario, con un tiempo de primavera que daba gloria (lució el sol por la mañana y por la tarde nos bendijo la lluvia) y los barceloneses acudiendo civilizadamente a los colegios electorales.
¿Qué harían ese último domingo de mayo nuestros antepasados? Los de la Barcino romana, que tenían teatro, circo, foro y termas pero no murallas, de ahí que fuera destruida en el siglo III por los invasores francoalemanes; los de la Barcelona visigoda y cristianizada que en el siglo VIII se doblegó a la ocupación musulmana; los de la Barcelona, ciudad condal incorporada al imperio carolingio, que allá por el año 1000 se acercaba a los 20.000 habitantes; los de la Barcelona medieval del Consell de cent y de los gremios que era ya puerta abierta al Mediterráneo...
En todas esas Barcelonas, y en las que vinieron después, la de la actividad menestral y mercantil, la que una vez derribadas las murallas llegó a los 115.000 habitantes a finales del siglo XVIII, ¿cómo vestirían, en qué emplearían su tiempo, cuáles serían sus preocupaciones, de qué hablarían, y en qué lenguas? Y lo mismo en la Barcelona fabril e industriosa de la época del Ensanche que no tardó en absorber los pueblos colindantes (Sants en 1885, Gràcia, Sant Gervasi, Les Corts, Sant Martí y Sant Andreu en 1897, Horta en 1904, Sarrià en 1921), y en la de los conflictos obreros de principios del siglo XX, y en la que por esa misma época empezó a convertirse en ciudad de acogida de inmigrantes venidos de otras regiones españolas y, posteriormente, de todas partes del mundo...
(La Razón, 3 de junio de 2019)
Es posible que aquellos ciudadanos de Barcelona platicaran sobre un tiempo venidero en el que tu hablarías de ellos.
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